sábado, 13 de diciembre de 2008

AL FINAL

AL FINAL

El día estaba resplandeciente como los otros quince que habían transcurrido desde que estaban juntos. El tiempo, por lo general revuelto en primavera, quiso acompañar los primeros momentos de la nueva andadura, quizá la última, que habían comenzado y que estaban dispuestos a vivir intensamente.
--Cariño, me parece mentira estar aquí, a tu lado, mirándote, con tu mano cogida. Hemos esperado tanto tiempo.
-- Fue necesario esperar y, ahora, tenemos que aprovechar no solo el tiempo perdido sino el que aun nos queda por vivir.
La mujer con su mirada traspasó las pupilas de su compañero como si quisiera escudriñar en su interior. Sus ojos verdes que empequeñecían el color del mar, le sonrieron (a veces la sonrisa se instala en los ojos).
--Sabía que eras así, tal como eres, tal como te intuí desde que te saludé por primera vez.
El rostro del hombre, cuarteado por la edad, mostraba unas bolsas oscuras enmarcando los ojos, pequeños pero aun vivos y chispeantes, que le hacían llegar a ella lo que sentía sin necesidad de pronunciar una sola palabra.
Comenzaron a andar por la playa desierta acariciados por los tenues rayos del sol que al elevarse sobre el mar parecía hacerles un guiño de complicidad. La soledad durante aquel paseo rutinario y vivificante, no les incomodaba. Habían dado tanto a los demás durante tanto tiempo que, ahora, por fin, eran conscientes de que había llegado su momento.

lunes, 24 de noviembre de 2008

ASFIXIA

ASFIXIA

A las dos de la mañana de un sábado de verano, unas risitas sordas, tenues, sin ninguna estridencia, se oyeron en el hall del lujoso edificio de apartamentos.
--Shii, calla, que nos van a oír-
La mujer tiró de la muñeca del hombre hacia el ascensor volviéndose hacia él con una sonrisa entre burlona y pícara. Cada pasito se paraba para darle un beso corto e intenso que él intentaba prolongar; ella seguía arrastrándolo hacia aquel artefacto que en un minuto los llevaría al cielo.
--Anda sube..
Sin darse cuenta, abrazados y casi tropezando, se encontraron en la cabina. Ahora si, la mujer le perforó la boca con su lengua que, en continuo movimiento, le acariciaba hasta el paladar. En un segundo, mirando de reojo hacia el panel y mientras seguían besándose, pulsó el botón del séptimo. Un ruido inconfundible selló el habitáculo al tiempo que el ascensor se puso en movimiento.
Súbitamente la sangre se le subió a la cabeza congestionándole el rostro, las pulsaciones se le dispararon y unas gotitas de sudor le resbalaron por la frente.
--Pero qué haces.
--Ya lo veras.
La mujer comenzó a desabrocharle el cinturón del pantalón mientras seguía besándolo.
El hombre la alzó del suelo hasta donde la mujer había ido descendiendo a medida que saltaba cada botón de la bragueta y la apretó contra sí.
--Me asfixio, me asfixio.
--Me asfixio.
A las seis de la mañana el portero detectó que el ascensor no respondía a su llamada y se dirigió al séptimo piso. Cuando llegó a la planta le pareció oír una voz queda que repetía una especie de letanía.
--No se preocupen los saco ahora mismo.
Con la llave consiguió abrir la puerta. La pared metálica del cubículo estaba rayada, el espejo roto, los cables del panel de mandos arrancados, la puerta interior abombada.
El hombre sentado en el suelo, lloroso, con sangre en las manos y la cabeza, mantenía entre sus brazos el cuerpo desmadejado e inerte de la mujer.
--Cariño, no debí entrar. Cariño no debí entrar.

viernes, 14 de noviembre de 2008

EL ESPIRITU DE LE VAN NAM

EL ESPIRITU DE LE VAN NAM
El anciano miraba con atención el panel de madera de teca que estaba trabajando. Movía su poderosa mano en círculos, de dentro a fuera, dibujando imaginariamente una espiral que semejaba en trazos invisibles el caparazón de un caracol. De vez en cuando, detenía el movimiento y retiraba la cabeza mirando en oblicuo el tablero en su afán de escudriñar cualquier imperfección en la superficie patinada.
-- Padre, ¿cómo está quedando ese tablero?
-- Bien, hijo. Las cosas siempre tienen que quedar bien. Cuando se resisten, como si quisieran rebelarse contra quienes las han de moldear, no queda otro remedio que redoblar el esfuerzo y, al final, siempre se termina consiguiendo que el trabajo quede perfecto.
-- Déjame, padre. Tu no tienes porqué hacer ese trabajo. Diriges esta explotación y tienes hombres a los que has enseñado a hacerlo.
El joven intentó apartar a su padre del tablero pero se encontró con una mirada intensa que se le clavó en las pupilas haciéndole bajar la cabeza. Desde la posición inferior en que se encontraba por su menor estatura y su espalda encorvada, levantó la vista hacia su hijo con una sonrisa y una mirada que ahora sabía a miel.
--Hijo, mírame. Déjame hacer lo que me apetece. Ya no me queda mucho tiempo de disfrutar con el trabajo.
Recuerda lo que ya te he repetido muchas veces: las obras de los hombres llevan su espíritu.
Anda, ve a vigilar el trabajo de los hombres que para eso eres mi capataz.
El joven se retiró con la cabeza inclinada y se perdió entre los obreros que en la gran nave cortaban la madera, pulían los tableros y encajaban las piezas de lo que acabarían siendo unas magníficas mesas de exterior.
Estaba comenzando comenzado la estación de los monzones y la lluvia, vivificante y mortífera al mismo tiempo, hizo acto de presencia. El viejo camión renqueaba por el camino embarrado que desembocaba en la gran explanada que circundaba el taller. En ese gran espacio abierto se almacenaba la mercancía y, utilizando un muelle que facilitaba la operación, se cargaba en los camiones que la llevarían a su destino.
El conductor bajo del camión con facilidad dando un salto desde el estribo.
--¡Hola Le Xuang! Tenéis que daros prisa en cargar antes de que esto se ponga feo. No quiero quedarme tirado por ahí.
--No te preocupes.
A su orden, el hormiguero humano se concentró en la tarea, y en poco tiempo el volquete del camión quedó repleto de embalajes de cartón. Cada uno contenía una mesa desmontada y perfectamente colocada en un mínimo espacio.
Cuando el camión arrancó, los hombres prorrumpieron en gritos de júbilo, como si hubieran batido un record de los que se anotan en el Guiness
--Muchachos, todavía queda trabajo por hacer.
Los hombres se dispersaron y volvieron a sus puestos.
--Padre, quien nos iba a decir que los franceses comprarían nuestros productos en vez de robárnoslos.
--Hijo, luchamos contra ellos hasta expulsarlos de nuestro país, como lo hicimos antes contra los chinos y después contra los americanos. Ahora son tiempos de paz, de intercambio y de cooperación. Me alegro de que una familia francesa pueda disfrutar de nuestros muebles. Los pagan bien, ¿no?
El camión embocaba la última curva del camino y el anciano levanto la mano como si despidiera a un familiar que inicia un largo viaje en busca de la prosperidad.

Apretaba el calor en la gran ciudad a orillas del Mediterráneo. Los treinta y cinco grados de temperatura y el sol cayendo a plomo sobre el asfalto, no impedían que en los alrededores de los grandes almacenes se registrara un bullicio inusual en aquella época del año. A la luz del día los grandes carteles fijados en la fachada del edificio perdían gran parte del misterio y glamour que la iluminación les proporcionaba durante la noche. La gente entraba con prisa queriendo traspasar rápidamente la barrera de aire caliente que abofeteaba sus caras y que separaba el infierno de la calle del cielo refrigerado que ofrecía colmar todas las ansias de felicidad del consumidor.
La voz femenina, suave y aterciopelada, se esparcía por el ambiente desde el sistema de megafonía perforando el cerebro de los potenciales compradores que, oyendo sin escuchar, interiorizaban los mensajes que se les dirigían.
“Semana de Oriente en el Corte Inglés. En todas las secciones disponen nuestros clientes de los más originales productos directamente importados de Oriente. Sin moverse de “su casa”, aquí los tiene usted.”
--Juan, deja ya de protestar. Será un momento. Te dije que necesitamos cambiar los muebles del jardín. Están impresentables.
--Pero si no tienen más de cinco años.
-- La humedad y el salitre los destrozan en poco tiempo..
La mujer, más que caminar cogida del brazo de su marido, tiraba de él hacia las escaleras mecánicas que los dejarían en la planta cuarta, donde estaba la sección de los muebles de exterior.
Había una gran variedad de mobiliario expuesto, pero la mujer, sin saber exactamente porqué, se encaminó al fondo donde un cartel multicolor anunciaba: “MUEBLES ORIENTALES”.
--Fíjate, Juan, ese comedor oscuro. Es original y muy bonito. Además parece muy bien acabado.
--Si, parece consistente. Esperemos que no tengamos que sustituirlo en cinco años.
La bella dependienta que se acercaba para atenderlos, antes de dirigirse a ellos, ya sabía que tenía la venta hecha.
--Han acertado en la elección. Es lo mejor que se pueden llevar. La relación precio- calidad es magnífica.
Descendían por la escalera y antes de llegar a la tercera planta de “caballero” una brillante idea asaltó a la mujer.
--Juan, necesitas unas camisas de verano.
--Por favor, María, tengo suficientes camisas de verano.
Con puntualidad inglesa, en la tarde del quinto día desde que hicieron la compra y tal como les habían prometido, la furgoneta de reparto de la firma aparcaba frente al chalet de la familia Llorens.
--Por favor, síganme. Monten los muebles debajo del cenador.
En una hora todo estaba montado y colocado.
--Juan, ven. Fíjate qué bonito ha quedado el comedor. Ha caído en su sitio.



El cadáver del patriarca llevaba expuesto en una esquina de la gran nave-taller cuatro días. Su hijo quiso que los últimos momentos en este mundo los pasara en aquel lugar al que había dedicado su vida, rodeado de su familia y de los trabajadores que veían en él ,más que a un jefe, a un padre que les había inculcado sus principios y sus conocimientos.
Llegó la hora de cumplir su última voluntad. Una procesión encabezada por Le Xuang vestido de blanco condujo el ataúd hasta la pequeña pira levantada casi a ras de tierra. En los vértices del altar funerario se levantaban cuatro figuras de madera policromada que los propios obreros habían esculpido reproduciendo el rostro y el cuerpo del maestro. Le Xuang acercó la tea y, al momento, todo aquel material combustible empezó a arder. Se recrudecieron los llantos y los rezos y en escasos momentos no quedaban sino ascuas sobre la tierra y pequeñas partículas rojas que en el anochecer salpicaban el aire.

La noche mediterránea consiguió por fin sofocar el calor de toda la jornada e imponer su frescor a las tórridas temperaturas que durante el día casi obligaban a zambullirse en las aguas del viejo mar.
María disfrutaba de la lectura hasta bien entrada la madrugada protegida del relente bajo el porche elevado de la casa. Desde allí divisaba todo el jardín y oía el arrullo del mar; sólo intuía su presencia y apenas vislumbraba la espuma blanca de las olas al romper.
¡Crac, crac, crac!
Una estampida de crujidos sordos le hizo dirigir la vista hacia el cenador tenuemente iluminado por pequeños faroles clavados en la tierra que delimitaban su espacio en medio de la noche. Aunque al momento se sobresaltó, la calma y el silencio que siguió al estrépito, la llevaron de nuevo a concentrarse en la lectura. Cuando el sueño comenzó a abrazarla con calidez, se retiró a descansar.
--Buenos días, Juan. Qué mañana tan espléndida.
Su marido la esperaba para desayunar ojeando el periódico. Le dio un beso con la naturalidad de la costumbre y, antes de sentarse, echó un vistazo debajo de la mesa. Nada justificaba el ruido que había oído durante la noche; sin embargo, algo extraño había en el suelo, justamente donde las patas de la mesa casi se clavaban en el césped. Un charquito de un líquido más viscoso que el agua y de color oscuro todavía se podía apreciar entre las briznas de hierba.
--Juan. ¿Has derramado el café?
--Cariño, sabes que siempre te espero para desayunar.
--Pues no sé que se habrá podido derramar. Va, no tiene importancia. Poco a poco se ira reabsorbiendo en la tierra.


A la caída de la tarde, Juan y María disfrutaban de la puesta de sol del mediterráneo. Como tantas otras tardes de otros muchos años, no querían perderse aquel espectáculo de la naturaleza, siempre igual y siempre distinto. Bastaba que una nubecilla se interpusiera en la visión, para que los matices del color y los contornos y las formas de aquel cuadro natural en movimiento, ofrecieran una nueva perspectiva.
--Juan. ¿Te has fijado que bien se conserva el comedor de exterior?
--Si. Ya hace cinco años que lo compramos y las mesas y sillas están como el primer día. Hicimos una buena compra.
--Mañana tendremos con nosotros a los niños. Voy a preparar una cena de postín.
--No te precipites. Quizá tengan otros planes.
--No creo. Saben que la primera cena de la temporada de verano es una tradición de esta casa.

La mesa estaba espléndida. María la había vestido con un mantel de hilo fino, cuajado de motivos orientales acordes con su procedencia. La vajilla de porcelana de Sèvres y los cubiertos de plata perfectamente dispuestos querían significar que aquella era una cena especial. Dos grandes velones que apenas interferían en la iluminación del cenador, creaban un ambiente cálido e íntimo. Los pequeños dormían ya y los mayores se disponían a disfrutar del reencuentro.
--Papá, ¿Qué tal va la empresa?
María, la hija mayor, había iniciado con una pregunta banal un circunloquio que acabaría en una petición a lo largo de la noche, aunque dudaba del momento oportuno para plantearla.
--Bien hija, el negocio marcha viento en popa.
--Pues me alegro porque Fernando y yo queremos pedirte algo. La reforma del piso se nos ha ido de las manos y nos vendrían muy bien unos milloncejos para no tener que ampliar el préstamo hipotecario.
La hija sonreía casi convencida de que, como siempre que había recurrido a su padre, no le fallaría.
--Dadlo por hecho.
Juan, el primogénito, vio la oportunidad de insistir en sus reivindicaciones de poder en la empresa familiar, que su padre prudentemente había ido templando hasta que estuviera realmente preparado para dirigirla.
--Papá, ya va siendo hora de que te retires y descanses. Conozco el negocio y lo puedo llevar perfectamente.
Juan empezó a sentirse incómodo por el tema que su hijo había puesto encima de la mesa y que le preocupaba desde hacía tiempo.
--Hijo, yo decidiré cuando ha llegado el momento. Sigue aprendiendo y trabajando. Todo llegará.
Cariño, que bueno está el pescado.
Trató de derivar la conversación pero su hijo insistió alzando la voz.
--Hijo, no es el momento- terció la madre que veía que la situación se tensaba por momentos.
--Estoy harto de que papa siempre imponga su criterio y me aparte de las decisiones importantes. Eso se acabó.
Juan no tenía ganas de discutir. Estaba cansado de tanto hacerlo.
Joaquín, ¿cómo has terminado el año?
--Papa, no tengo ganas de hablar de eso ahora.
--Hijo, no pretendo fastidiarte con mi pregunta. Ya hablaremos con tranquilidad mañana.
--No, tampoco hablaremos mañana. No voy a permitir que controles mi vida. No me dejas ni respirar.
--Hijo, no sería un buen padre si no me preocupara por tu futu..
Un ruido sordo hizo temblar la cristalería una décima de segundo. Juan apenas percibió como el torrente de sangre destrozó la arteria, empujado por el émbolo de la desesperación y la desesperanza por los suyos y en los suyos.
Su cabeza cayó a plomo sobre el plato y unas lágrimas negras resbalaron por las patas de la mesa buscando la tierra.
--¡Llamad una ambulancia! ¡Se nos muere, se nos muere!
-- No te preocupes, ven.


En el vallado que el Ayuntamiento había dispuesto para depositar los muebles viejos, una mesa desvencijada, con las patas partidas y rayada por todas partes, esperaba a ser retirada por los servicios municipales.
Una pareja de sombras trataba de acceder al recinto por un hueco abierto en la cerca a ras del suelo. Buscaban entre tanto trasto viejo algo que les pudiera ser útil y lo encontraron.
--Mohamed, esa mesa nos puede servir. Podemos arreglarla.
--Oswaldo, no jodas, está hecha polvo.
--Ya la verás cuando termine mi trabajo. Soy carpintero, no te olvides.
Con gran esfuerzo lograron sacar la mesa del recinto y cargarla sobre el carrito de la compra en el que trasportaban cuanto recogían de basureros, contenedores y desguaces. Uno la sujetaba y otro empujaba el carrito hasta que se perdieron por el camino que los alejaba del perímetro de la urbanización.
Llegaron por fin a su destino: una nave abandonada y casi derruida que, inexplicablemente, se levantaba en la misma arena de la playa. Aunque a primera vista no había signos de vida, nada mas franquear el hueco de la entrada, el olor, los ronquidos y las toses dejaban constancia de que en su interior había gente durmiendo. Apoyaron la mesa contra la pared exterior junto a una ventana y, empujando el carrito, entraron en la estancia y se dirigieron hacia un rincón por el único que pasillo que quedaba libre entre toda clase de cachivaches, restos de comida, deposiciones y cuerpos encogidos. Se recostaron en un viejo colchón de matrimonio y compartieron el único cartón de vino peleón que habían podido conseguir.

Al día siguiente, Oswaldo compró tornillos, lija y barniz y comenzó a arreglar la mesa con tal empeño que en dos días terminó su trabajo.
--Que te parece Mohamed.
--Joder, ha quedado como nueva.
Desde entonces la mesa se convirtió en el centro del pequeño espacio que tenían acotado dentro de la nave. En ella comían, dejaban en alto las viandas a salvo de las ratas, y hasta jugaban a las cartas. La mesa, aquella vieja mesa recompuesta, les había proporcionado un puntito de felicidad y ellos le correspondían manteniéndola resplandeciente.

A finales de Noviembre las noches eran frías. La humedad del mar les calaba los huesos traspasando los cartones con los que se cubrían. Una pequeña hoguera junto al colchón y el vino en abundancia eran imprescindibles para soportar la noche, y aquella noche el viento silbaba y entraba gélido por la ventana. Una ráfaga mortífera hizo que las llamas prendieran en el colchón y, en segundos, todo estaba ardiendo convirtiendo aquella parte de la nave en un infierno.
Oswaldo y Mohamed ni siquiera despertaron. Pasaron de la pequeña muerte del sueño a la luz blanca del fin.
--Amigos, venid conmigo y con los míos. En nuestro mundo estaréis mejor.

viernes, 10 de octubre de 2008

DECISION

DECISION




La idea se le había instalado en la cabeza y no lo abandonaba. En los últimos días, cuando estaba en el trabajo, se le yuxtaponía a lo que en ese momento estuviera pensando, estudiando o escribiendo. Interfería en las conversaciones, haciéndole perder el hilo y dejándolo con cara de idiota ante sus interlocutores. Incluso cuando hacía el amor le producía un cortocircuito en las conexiones neuronales responsables de hacerle llegar al cerebro la percepción de sus sentidos.
---No te preocupes cariño.
No, no lo preocupaba el que no pudiera conseguir una erección satisfactoria. Eso era algo accidental e incidental. Lo esencial y verdaderamente importante era decidir si haría o no lo que podía hacer, aunque no tenía ninguna necesidad de hacerlo. Cuando no te quedan más cojones que hacer algo, realmente no decides.
Se levantó sin hacer ruido (serían las doce y media). Salió desnudo de la habitación con las zapatillas deportivas en las manos y de puntillas atravesó el pasillo. Dejó atrás las habitaciones de sus hijos y cruzó el salón tenuemente iluminado por la luz verdosa del acuario. Abrió el armario y se enfundó el loden calzándose después. Tomó el ascensor y descendió al garaje.
El potente todo terreno rugía y avanzaba por la ciudad desierta que fue quedando atrás, hasta que sólo persistía, como último vestigio de ella, la contaminación lumínica que producía en un cielo limpio y cuajado de estrellas. En menos de una hora dejó la autovía para adentrarse en la gran ciudad. Dejó el coche aparcado en los aledaños de la estación de autobuses y tomó el correo nocturno que en una hora y media, aproximadamente, le llevaría de vuelta. Se bajó en la gasolinera de un pequeño pueblo a unos treinta quilómetros de su casa y tras andar unos novecientos metros cogió una vieja bicicleta, comprada a un gitano que vendía trastos antiguos y que, días antes, había escondido entre la maleza al borde de la carretera secundaria que siguió. Peladeó con fuerza hasta llegar al brocal del pozo que señalaba el acceso a la finca (“coto de caza”- “propiedad privada”- “prohibido el paso”)
Se adentró por el carril de tierra que serpenteaba hasta llegar a la sierra. En el antiguo vertedero que acumulaba los mas diversos objetos dejó la bicicleta disimulada junto a cocinas, estufas, somiers, colchones viejos, cabeceros de cama y toda clase de cachivaches de los que sus poseedores se habían ido desprendido cuando no les hacían falta. Ya estaba a unos cinco kilómetros del punto elegido y, a medida que se acercaba, aumentaba el ritmo de los pasos hasta que se vio corriendo en medio de la noche. El camino ascendía pronunciadamente hasta el puesto de la Peña del Aguilón y, aunque la noche estaba fresca, sudaba por todos los poros de su piel. Conocía el puesto desde el que había abatido, a la espera nocturna, más de una docena de jabalíes durante la última temporada. Era su paso habitual y sabía que esta noche los guarros también recorrerían el barranco en el camino hacia los dormideros entre las espesas atochadas de esparto.
Se despojó del loden, de las deportivas y los calcetines y encendió una fogata en la que quemó todo lo que llevaba puesto. El viento se encargaría de esparcir las cenizas de sus últimas pertenencias. Subió a la peña, totalmente desnudo, como vino al mundo y, aunque el helor de la noche le quemaba la punta de la nariz, las orejas y las yemas de los dedos, extrañamente, el resto de su cuerpo mantenía una agradable temperatura ajena a las circunstancias ambientales.
En esa situación, la luna llena quiso iluminar sus últimos instantes brillando en lo mas alto del cielo y haciéndole un guiño que él interpretó como un “ole tus cojones”. Derramó su vista por aquellos campos que tanto había transitado, aunque ahora se le presentaban con contornos más difusos pero perfectamente reconocibles. Los viejos almendros de la ladera que subía desde el barranco, como una muchedumbre inanimada, serían testigos de sus últimos momentos, y también, el mochuelo y el búho a los que había oído chillar, el zorro cuyos ojos como ascuas adivinó en la tenue claridad plateada del monte, el conejillo que no se sentía en peligro debajo de la retama, las matas de tomillo y romero que le dedicaban su olor, las albaidas en flor, la tierra mojada por el rocío de la noche a la que había decidido volver. Pero no iba a volver a ella de cualquier manera, no; los cochinos esa misma noche no dejarían ni rastro de su cuerpo (eso lo había comprobado cuando un perro muerto en el barranco que vio una tarde, a la mañana siguiente, había desaparecido como por arte de magia y allí estaban en la arena las huellas de los depedradores). Volvería a la tierra después de haber servido de alimento a otros seres vivos y abonando en forma de detritus orgánico las plantas que crecían en el cauce seco.
Se puso la película de su vida, se la puso él conscientemente; no quería que las imágenes de toda su existencia se le colaran subrepticiamente en la mente cuando empezara a ver la luz blanca del fin. Si tenían que venir que vinieran; pero él ya se habría adelantado voluntariamente a ese momento. Cuando la palabra fin se le hizo patente en la escarpada pared rocosa de enfrente, concluyó que había sido un hombre normal, ordinario, relevante solamente para los pocos que había querido en su vida e irrelevante, casi inexistente como individuo para los demás de su especie y para la naturaleza. No había matado a ningún semejante, no había causado, al menos conscientemente, la desgracia de nadie, había querido a los suyos y creía que lo habían querido; había nacido, crecido y reproducido casi sin poderlo evitar y sabía que tendría que morir (como decían los romanos, la muerte es un acontecimiento sujeto indefectiblemente a un plazo, que necesariamente ha de llegar aunque no se sepa cuando: certus an et incertus cuando). Pero él, casi en el único resquicio que deja la naturaleza a la libertad, iba a romper ese aforismo. El iba a morir aquí, en el puesto de la Peña del Aguilón, y ahora, a las cuatro de la mañana del veintiocho de febrero de 2007, día de la Comunidad Andaluza.
Una última reflexión se le vino a la cabeza: los suicidas suelen dejar una nota explicando sus razones y aliviando el trabajo de los investigadores; de su suicidio no se enteraría ni Dios.
Saltó haciendo el ángel como había visto a los saltadores de trampolín en la tele, y mientras surcaba el aire para ir a encontrarse con la tierra, un grito sobrecogedor inundó aquél paraje desértico:

SOY LIBRE….

domingo, 21 de septiembre de 2008

LA LECTURA (UNA NUEVA PERSPECTIVA)

LA LECTURA (UNA NUEVA PERSPECTIVA)



Quiero compartir con quien me lea una nueva experiencia literaria que he vivido este verano y que, estoy seguro, me hará más rico o, mejor, menos pobre. Esta nueva dimensión que he descubierto en la lectura enriquecerá no solo mi “fondo de armario” literario, sino que incrementará mi cuenta corriente (vamos que me hará más rico en el sentido más prosaico de la palabra).
Os preguntareis qué relación puede haber entre la literatura y las cuentas bancarias.
Es cierto que he presentado al premio Planeta una novela que he tardado diez años en escribir, buenísima, o al menos eso creo yo, pero este verano todavía no se había fallado el premio y, además, los cuenteros de esta página no solemos ganar ese tipo de premios , ni otros ( para qué nos vamos a engañar). Por otra parte el título ya os habrá hecho notar que se trata de leer, no de escribir. Así que los tiros no van por ahí.
Escribir y publicar puede darte dinero pero leer no, al menos de una manera directa. Es cierto que difícilmente escribirá bien quien no lea, pero si leer produjera rendimientos económicos, habríamos inventado una nueva profesión que podría contribuir a paliar el paro galopante que nos acecha. En el aspecto puramente económico de la cuestión, la cosa va más por la disminución de gastos que por el aumento de ingresos.
He leído cinco libros en mis vacaciones de los que os voy a hacer el único comentario que puedo haceros: Uno era de Ruiz Zafón, pero no me acuerdo del título, ni de la trama; sólo recuerdo que me gustó más el otro que leí de este autor. El segundo ( no lo toméis en el orden temporal de la lectura que tampoco recuerdo), era de un tal Follet apellido que me recuerda a “follado, y que me trae en este momento a la poca memoria que me queda que su lectura me estuvo jodiendo todo el tiempo porque estaba seguro de que lo había leído ya. El tercero solo sé que trataba de niños en pijama pero no recuerdo su autor ni que hacían los niños de esa guisa deambulando por la obra, aunque puedo afirmar que me gustó. El cuarto era de una autora mejicana que no sé si estaba en un poblado o que era de Puebla y que contaba la historia de muchas mujeres de ojos verdes, o, ¿eran grandes?. Y por fin, el quinto, de un autor de nombre extranjero impronunciable, (no recuerdo el nombre pero sí que era impronunciable), rancio y antiguo, que no logré terminar a pesar de las pocas páginas que tenía (recuerdo perfectamente lo magro y escuálido del volumen)
En fin, yo que en mi juventud logré con éxito mantener en la cabeza artículos y artículos de textos legales e incluso recitarlos como si los estuviera leyendo, me veo en la situación que os acabo de apuntar.
“La memoria se va perdiendo con la edad” me dicen mis allegados en su afán de restarle importancia a lo que me pasa; y yo me digo: ¿Pero, coño, se pierde tanto?
“Papa, no te preocupes. ¿Cómo quieres conservar la memoria como a los veinticinco años? Eso es lo que me dice mi hijo que tiene esa edad y está en la misma tesitura en la que yo me encontré en un pasado ya lejano. Pues si me preocupo, joder.
Es cierto que en el ejercicio profesional capeo bastante bien el temporal con la experiencia y otra forma de recordar las cosas; así, cuando tengo que resolver un problema legal, no tengo la norma aplicable en la punta de los dedos (o de la boca, o de la mente), pero se me encienden unas lucecitas de colores que en medio de una noche cerrada me van alumbrando el camino que me conduce a encontrar la solución. Al fin, cuando encuentro el precepto o los preceptos que iluminan todo el caso, constato que esos preceptos “resuelven” tal y como yo la había hecho. ¡Joder, de pronto, subjetivamente, me encuentro supliendo al legislador, como si la ley la hiciera yo en cada momento y en cada caso! Es gratificante cuando por fin encuentro esa feliz coincidencia; incluso se convierte en un juego hasta divertido, pero bastante arriesgado porque con los cuartos de los demás no se juega, o no se debiera jugar (¡Ay, ay, gestores de los grandes bancos americanos si hubierais tenido en cuenta un principio tan elemental!)
Me digo, eso es lo de la “memoria selectiva”. El cerebro que es tan listo, cuando ve que ya no cabe más en el frigorífico de su casa, tira al contenedor lo menos importante o valioso y coloca ordenadamente los nuevos filetes de ternera o las frutas más gustosas.
Pero eso querría decir que el muy cabrón no considera importante la literatura y sí lo es, al menos para mí. Claro que pensándolo bien no es lo mismo que se te olvide el título de una novela que un razonamiento que puede salvar la economía de una familia.
En estos pensamientos estoy, cuando me viene a la cabeza que tengo que encontrar algún aspecto positivo a esta situación. El último libro que leí inconscientemente por segunda vez (era de Paul Auster, o algo así), al comentarlo con mi mujer que es una lectora empedernida y decirle lo que me había gustado, me contestó: “ pues la primera vez que lo leíste me dijiste que el final era incomprensible”. “Cariño, pero si el final es una maravilla. Cómo te pude decir eso.” “Pues me lo dijiste”
Por lo que se ve en mi segunda lectura, que no relectura, llegué a lo más profundo de la obra, descubrí sus entresijos, y el final se me presentó resplandeciente y claro.
Si esto sigue así, podré leer una y mil veces los mismos libros como si no los hubiera leído nunca.
Voy a decirle a mi familia que no me regale más libros. Con los que tengo, tengo bastantes. Y aquí está el aspecto económico de la cuestión. Mi presupuesto para libros de cada año podré dedicarlo a otras cosas.

martes, 26 de agosto de 2008

POR DELANTE Y POR DETRAS

POR DELANTE Y POR DETRÁS


--- Cariño, cámbiate de camisa. Llevas una mancha de sudor en la espalda.
--- Ya me la quitaré.
--- Cariño, dame una camisa limpia que tengo una mancha en la pechera.
--- Hombre, si hay que ponerse una lupa para verla.
Llevaban muchos años juntos y ambas conversaciones se repetían constantemente.
Volvían de cenar con unos amigos y, al intentar un adelantamiento, estuvieron a punto de tener un accidente.
--- Juan, te he dicho mil veces que mires por el retrovisor cuando vayas a cambiar de carril.
--- Es el cabrón del Mercedes el que ha tenido la culpa. Se creen que el carril de la izquierda es suyo.
La situación, sin consecuencias graves, se había producido más de una vez.
--- Mi despacho está lleno de polvo.
--- Juan, si lo arreglé ayer. La cocina sí que tiene falta de una limpieza a fondo.
Su despacho (su cueva la llamaba) siempre estaba sucio pero jamás veía el estado en que se encontraban las demás habitaciones de la casa.
Esa noche la buscó en la cama. Ella, complaciente, le acariciaba el pecho y al instante se dio cuenta de que algo había cambiado en el cuerpo de su marido.
--- Juan, te has depilado el pecho.
--- Sí. Hace un par de días, mientras me afeitaba, me di cuenta del aspecto simiesco que tenía y tomé la decisión. No te importa, ¿verdad?
--- No, no. Me parece bien.
Se puso sobre ella, y cuando pasó las manos por su espalda, los dedos se le perdieron en la selva ácida y mojada que tanto le desagradaba.
Terminaron de hacer el amor y, en segundos, Juan dormía plácidamente, mientras ella no podía conciliar el sueño. De pronto lo vio claro: Tenía al lado a un hombre que sólo sabía mirar por él y para él. En la oscuridad lo imaginó con unas orejeras mentales que circunscribían su visión a lo que tenía delante. Lo que quedaba fuera del estrecho campo de sus intereses, sus manías y su ego, no le importaba lo más mínimo.
Se levantó con cuidado de no despertarlo, se vistió y salió de puntillas del dormitorio. En la mesa de su despacho le dejó una nota:
¡ Juan, mira a tu alrededor!
Cerró la puerta de la casa sin hacer ruido y se fue.

sábado, 23 de agosto de 2008

AMACHECER

Os dejo una reflexion nocturna de verano. DONDE ESTA LA LUNA
(AMACHECER)

Paseaba impaciente de un lado a otro de la terraza mirando hacia un cielo oscuro en el que inexplicablemente las estrellas parecían estar más lejos que nunca. Me faltaba algo en su inmensidad profunda que no sabía lo que era y que, por más que escudriñaba los cuatro puntos cardinales, no acertaba a descubrir. Desasosegado, me senté con intención de proseguir la lectura que había interrumpido cuando la luz empezaba a escasear. Mientras hojeaba el libro, levanté la vista hacia el mar y en el horizonte, invisible pero presente, al fin la descubrí: un gajo de naranja bermellón emergía entre la bruma, poco a poco, como sin atreverse a dejarse ver.
¿De dónde vendría la luna a las diez de la noche, apareciendo un poco más a la derecha de donde mañana saldrá el sol? Recordé cómo el sol se me escondió por el ocaso cuando me deslizaba en la piragua sobre el pequeño mar tratando de seguir su recorrido.
La luna se mostraba con la cara encendida de rojo como si hubiera hecho un gran esfuerzo por escapar de la eterna persecución del sol. Unas sombras de carbón apenas dibujaban sus ojos y su boca que parecía esbozar una sonrisa burlona. Detrás de la isla, imaginé sin ninguna razón objetiva, es donde el sol más se le acerca y en su afán de no dejarse alcanzar, acelera el ritmo de su carrera hasta casi desfallecer, se le arrebola la faz subiéndosele la sangre a la cabeza y el miedo a ser abducida se le refleja en el semblante. Cuando, por fin, mira hacia atrás y ve que el sol ha disminuido la cadencia de sus pasos, cansado ya del ímprobo esfuerzo de iluminarnos cada día, se relaja, trota juguetona por la bóveda oscura, le va cambiando el color hasta la blanca palidez de la mujer herida de amores, y, en el zenit, guiña el ojo, satisfecha y cómplice, a las parejas que hacen el amor en la playa, alumbrando apenas lo necesario para que la vista participe en el festín del tacto.
Al amanecer, cuando el sol apareció casi por donde anoche empezó a vislumbrarse la luna, todavía brillaba en lo alto, segura, convencida de que hoy tampoco la alcanzaría.

domingo, 17 de agosto de 2008

CHARLANDO

CHARLANDO


--- Hola Mar. ¿Cómo estás?
--- No demasiado bien. Tengo las tripas revueltas y una resaca de padre y muy señor mío. Estos días el viento la tiene tomada conmigo y no me deja descansar. Me mueve, me zarandea, hasta hacerme arrojar todo lo que llevo dentro. Parece que se ha calmado ya y esta noche podré dormir plácidamente.
--- A mí el viento hace que me sienta agitado, nervioso, irritable, destructivo; me vuelve loco.
--- No sé si será el viento, pero locos sí que estáis y destructivos también. Estoy harto de que os caguéis y os meéis en mí; de que me echéis encima toda la mierda que producís; de que invadáis mi territorio y de que arañéis mi piel con vuestros artefactos que destilan un pus negro que me envenena. Si seguís así, no voy a poder alimentar a las criaturas que viven conmigo como un día lo hicisteis vosotros. Pero en el pecado llevaréis la penitencia: quizá algún día anegue la tierra, como al principio, y os engulla en mi seno de donde salisteis hace millones de años.
--- Mar, no sé de qué me hablas. Sólo sé que yo no quiero que sufras.
--- Eres muy joven aún. Con el tiempo lo comprenderás.


--- Hola Mar.
--- Hola Al. Cuanto tiempo sin verte.
--- Han sido años de una vida muy intensa. Ya estoy jubilado y enfermo. Como ves, ando con dificultad apoyándome en un bastón, pero los que me conocen dicen que soy un gran hombre. Yo no sé si lo soy y pronto no sabré ni quien soy (tengo alzheimer, sabes). He llegado a ser uno de los hombres más poderosos de la tierra, aunque ahora sólo soy un anciano que apenas se sostiene en pié.
--- Ya veo, ya. Todo se deteriora. Y qué te trae por aquí a estas alturas de tu vida.
--- Quería reanudar aquella charla que tuve contigo cuando era un adolescente.
--- Las cosas no han mejorado desde entonces, han empeorado.
--- Lo sé, lo sé; pero quiero que sepas que yo he hecho todo lo que he podido para que no fuera así. He liderado el movimiento conservacionista, he luchado por evitar el cambio climático, he defendido el crecimiento sostenible y..
--- Corta el royo, Al. A mí no tienes que darme explicaciones; en todo caso te las das a ti mismo si es que tienes cargo de conciencia. No es que esté mal viajar por el mundo concediendo entrevistas, dando conferencias en los foros más selectos, en definitiva, concienciando a la gente sobre lo que llamáis “el medio ambiente”. Pero tú sabes que cuando realmente pudiste cambiar las cosas, cuando tenías el poder, no lo hiciste. Por cierto: te pagan bien las conferencias, ¿no?
--- Mar, no seas cruel.
--- Yo no puedo ser cruel. Vosotros, si. Sólo te pido un favor: Publica nuestras charlas.
--- Lo hare, lo haré.
NOTA: ENCARGO DEL ABOGADO DE AL GORE PARA PUBLICAR EL DIA DE SU MUERTE EN LA SECCION DE PUBLICIDAD DEL N.Y. TIMES.

viernes, 15 de agosto de 2008

FUEGO

Contra el calor, PASION

FUEGO
Acababa de acomodarme en la playa (siempre hago un pequeño promontorio con la arena en el que dejo caer mis posaderas) y la vista se me perdía en un punto del horizonte donde un velero jugaba a perderse en la inmensidad del mar. Oía el run run de los niños jugando en la arena y miré a mi derecha. Una bella mujer caminaba en mi dirección y se paraba en cada sombrilla dirigiéndose a los bañistas. Cuando estaba a mi altura se me acercó:
--- ¿Tiene fuego, por favor?
--- No. No fumo.
--- Qué pena.
Siguió hacia un hombre, moreno, escultural, que estaba tendido en la arena a unos metros de mi posición y repitió la pregunta que me había hecho.
--- ¿Tienes fuego?
--- Sí.
El hombre no estaba fumando, ni hizo gesto alguno que indicara que iba a encenderle el cigarrillo. Simplemente la miró a los ojos.
La mujer se inclinó, quedando casi en cuclillas sobre la arena, y enterró el cigarrillo sin encender, como si lo estuviera apagando, al tiempo que le devolvía la mirada.
---Ven.
Le tendió la mano y tiró de él que se incorporó con agilidad. Se zambulleron en el mar y comenzaron a besarse y abrazarse. Eso era lo que podía verse en la superficie pero bajo el agua era fácil imaginar lo que sucedía. Pasado un tiempo, salieron sonrientes del agua y entrelazados por la cintura se perdieron entre la gente.

sábado, 9 de agosto de 2008

CALENTURAS DE VERANO

Os dejo a los amigos un pequeño cuento de verano para ver si os aumenta .
CALENTURAS DE VERANO

Como todos los veranos, el Mediterráneo nos ha llamado a mí y a toda la familia. Era uno de esos días en que el mar sólo se movía en la superficie, bailaba al son de unas olas largas, nada levantiscas, que sonaban lentas, espaciadas , rítmicas, y el mar se apretaba a la arena del fondo y de la playa , acoplándose , pegándose y balanceándose , excitado de sentirla debajo, inspirando pausadamente y expirando al final, siguiendo la cadencia de la música pelágica.
Como acostumbraba, bajé a la playa a primera hora y me tumbé directamente sobre la arena, cubierto el rostro por mi viejo e indefinible sombrero (veinte años ya conmigo). Todavía fresca la mañana, observaba, parapetado y oculto tras la paja trenzada, el paseo de los primeros pobladores de aquel desierto rodeado de cemento. Unos corrían, otros , mayores , andaban con dificultad incluso apoyándose en sus bastones, otras lo hacían a paso rápido charlando de cualquier cosa. Pero, hasta los que apenas podían andar, tenían prisa por llegar al final del recorrido, completar ese trabajo diario que se habían impuesto durante sus vacaciones y que para la salud de todos ellos era tan beneficioso.
Proyectaba mi mente, ya con los ojos cerrados, la imagen de aquella mujer, que me había perforado la cabeza y se había alojado permanentemente en mi cerebro. Desde que la conocí aquel día en la oficina compartía muchos momentos de mi intimidad e incluso de la de mi matrimonio. A veces no podía evitar su presencia mientras hacia el amor con mi mujer. No era que su ser invadiera el de María, se apoderara de su cuerpo y ocupara su lugar en los juegos amorosos, sino que estaba allí componiendo con nosotros un trío real e imaginario al mismo tiempo. Cuando sentía físicamente los labios femeninos oprimiendo , succionando, deslizándose por mi piel , no eran sólo los de María , que también , sino los que habían hecho presa en mi y no me habían soltado desde entonces. Cuando besaba, besaba a Maria, pero cuando descendía por el cuello apenas rozándolo, era el cuello de Isabel el que recorría. Y así sucesivamente se mezclaban sensaciones, sabores, flujos, que en mi cerebro los percibía causados por las dos.
La había visto en la cafetería tomando café alguna que otra vez y ya me había fijado en ella. Era alta, bastante mas que yo, pero esa circunstancia no iba a ser un obstáculo en mi apreciación de su belleza. Lo bello es bello, no es ni grande ni pequeño, ni alto ni bajo. Y era bella sin más. Pregunté a un compañero y me dijo que estaba casada y que era hija de un conocido personaje de mi pequeña ciudad. Pero el hecho de estar casada tampoco influía en su belleza. Bellas son las solteras y las casadas, las viudas y las divorciadas.
Por fin un día apareció en la oficina para resolver un pequeño problema burocrático. No puedo negar que entre la maraña de personas que esperaban entrar en mi despacho me dirigí a ella, le pregunté lo que quería, y la pasé directamente, acallando las pequeñas protestas de los demás con alguna razón inconsistente.
Caballerosamente le cedí el paso y se me ofreció unos segundos una nueva perspectiva de su físico en la que hasta entonces no había reparado. Su espalda recta, desnuda entre los tirantes de camiseta, suficientemente ancha en los hombros, descendía hasta la cintura breve pero consistente; las caderas y los muslos se adivinaban a través de la falda hippy transparente y larga que llevaba.
En la conversación, para mi banal, procuraba transmitirle todo lo que sentía en cada frase, en cada consejo, en cada recomendación, y a veces, cuando la miraba a los ojos e inflexionaba la voz en un aparente afán de hacerle comprender lo que le decía, me parecía que ella era consciente del torrente de deseo que le llegaba y lo recibía con complacencia.
La despedí amablemente y no la he vuelto a ver, pero se asoma con frecuencia a mis pensamientos y me acompaña en algunos momentos de mi vida.

domingo, 3 de agosto de 2008

LA LLAMADA

Os dejo un cuento de verano a los amigos para que os refresqueis.

LA LLAMADA




A través de la ventana abierta de mi dormitorio empezaba a entrar la primera claridad del día. La noche comenzaba a retirarse lentamente pero la luz de las farolas del paseo marítimo se imponía a lo que aún era un atisbo del alba.
Me levanté, me lavé procurando no hacer ruido, me preparé un café negro y espeso, y con el portátil me dirigí a la terraza del apartamento para contemplar la fotografía que cada día, desde que estaba de vacaciones, la naturaleza me ofrecía. Se me viene a la mente la palabra fotografía, porque la vista era siempre la misma: El mar oscuro, la isla enfrente, el cabo de Palos a la derecha con el destello intermitente de la luminaria del faro; a la izquierda, la entrada al puerto perfectamente señalizada en la noche y debajo, la playa desierta como un camino de arena gris que hiciera de frontera entre dos mundos. Pero esa fotografía presentaba matices distintos cada amanecer: el mar podía estar liso y refulgente como una bandeja de plata o encrespado, sinuoso y ruidoso, cuando el Levante apretaba; la isla podía representar el cuerpo de una sirena dormida tranquilamente o moviéndose agitadamente ante las acometidas blancas de las olas; el fondo de color también variaba dependiendo de que hubiera nubes o no, o la luna brillara con intensidad, trazando una senda de plata sobre el mar desde la lejanía hasta la misma playa.
Me senté y conecté el portátil, con intención de reescribir por enésima vez el capítulo veinte de mi segunda novela inacabada. Todos los textos de ficción que he escrito hasta ahora, necesariamente, deberían llevar esa palabra preñada de desesperanza en su título provisional, porque no he logrado terminar ni uno.
¿Por qué cojones me he empeñado en situar al protagonista de mi novela en Colombia, un país que no conozco nada más que por los periódicos y los telediarios? Bueno lo importante es el personaje, me digo; yo soy un escritor de personajes. Lo importante es penetrar su alma, ahondar en sus sentimientos, y bla, bla, bla; pero qué duro es llenar doscientos folios sin descripciones de paisajes, situaciones, relaciones o cualquier otro elemente circunstancial o periférico.
La claridad iba ganando la batalla y un resplandor empezaba a emerger del mar a la derecha de la isla. Estaba amaneciendo. Un disco rojo amarillento como la yema de un huevo frito se alzaba poco a poco sobre el horizonte abandonando su cuna y comenzando su diario camino. ¡Qué espectáculo!
Me centre de nuevo en mi tarea, pero nada. En una hora no llevaba mas de dos líneas y el indicador de la pantalla del ordenador, el muy cabrón, no dejaba de parpadear – venga hombre, escribe algo que me tienes de brazos cruzados-; cada vez que miraba con ahínco la pantalla, a la rayita vertical indicadora le nacían unos brazos y piernas de monigote y una cabeza redonda en la que veía claramente unos ojos pícaros, y una sonrisa burlona.
¡Pues no me está tomando el pelo el hijo de puta!
Cerré el ordenador y, acodado en la barandilla de la terraza, encendí el primer purito de la mañana. El mar estaba como un plato, y las olitas susurraban una melodía, arrulladora y monocorde. “Ven, ven, ven…”
Y fui. Cogí la toalla y el sombrero de paja y en dos minutos estaba en la playa.
Dejé las cosas en la arena y empecé a entrar en el mar. El agua estaba cristalina, tan clara que podía ver mis pies avanzando por la arena del fondo, fresca pero no fría. Me inundaba una sensación vivificante, allí, zambullido en donde está el origen de la vida. Mis pasos eran seguidos por un bando de peces plateados del tamaño de mi dedo meñique que, curiosos, rodeaban mis piernas. A veces se acercaban hasta tocarme la barriga y el pecho, como si supieran que no les iba a hacer ningún daño.
Era tan agradable la sensación que, sin pensarlo, me quité el bañador y comencé a nadar en dirección a la isla que semejaba un tronco de mujer, recostada sobre el mar sin brazos, ni piernas, ni cabeza. Perdí la noción del tiempo y del cansancio. Ni siquiera me apercibía de que mis miembros se adormecían y se me nublaba la vista. Una fuerza desconocida tiraba de mí hacia la negrura del fondo, y yo, semiinconsciente, me dejaba llevar sin resistirme. Oí las voces lejanas de mi madre, de mi mujer, de la hija que deseé y nunca tuve, de mi padre, de mis hijos, de mis amigos. Todos, a coro, entonando una especie de salmo, me llamaban desde un lugar que no podía identificar.
¡Ven, ven, ven!



Era tan agradable la sensación que, sin pensarlo, me quité el bañador y comencé a nadar. No sabía cuanto tiempo llevaba en el agua; empecé a sentir frío y de repente un flash racional y salvador iluminó mi mente, sacándome del aturdimiento en que aquella comunión feliz con la naturaleza me había instalado.
¡Tienes que volver!
Y volví, poco a poco, administrando mis escasas fuerzas, hasta que por fin pude hacer pié.
¡Joder, el bañador!
Ni siquiera recordaba que me lo había quitado, hasta que me di cuenta de que la playa estaba llena de sombrillas, bañistas, y paseantes. El pudor me atenazaba, pero la situación era la que era y tenía que tomar la única decisión posible: salir del agua en pelotas entre aquella marabunta. Inicié el recorrido hacia la meta (aquella toalla que todavía estaba allí). El agua dejaba ya a la intemperie mis atributos, empequeñecidos por el frío (quizá ni se vieran, pensé, pero lo relevante no era el tamaño, sino el hecho de no llevar el bañador) y estuve a punto de echar a correr. Sin embargo, opté por salir del agua con normalidad, como si no pasara nada. Pero si pasaba, ya lo creo.
¡Sin vergüenza, cabrón!
¡Voy a llamar a la policía!
Durante el paseíllo torero algunas señoras histéricas llegaron a tirarme lo que encontraban a mano (pelotas, palas, cubitos de plástico). Por suerte en la zona en que me encontraba no había ningún caballero con ganas de bronca. Un par de abuelos solo se atrevieron a increparme a mi paso.
¡Tápate cabrón!
Con la cabeza erguida y aguantando el chaparrón llegué hasta la toalla, me la puse en la cintura cubriéndome mis partes, me encasqueté el sombrero y me perdí entre la gente.



Nota: El lector puede quedarse con el final, trágico o cómico, que más le guste.

jueves, 31 de julio de 2008

LA PARTIDA

Mia : Porque tus deseos son ordenes para mi, te dejo este texto, corto, sobre la vida, el amor y lo que tu quieras interpret


LA PARTIDA


Me fui hace ya muchos años.

No dejé mi casa, ni mi cama, ni mi trabajo, ni a los míos, pero me fui.

Hoy, con las maletas hechas, y mientras lloras sin saber lo que pasa,

quiero hacerte, antes de marchar, la pregunta que te debí hacer entonces:

¿Te vienes conmigo?

martes, 8 de julio de 2008

EL CUMPLE

Dedicado al precioso sobrino de Mia y a su tia.


EL CUMPLE





Se oía el runrún de las conversaciones de catorce o quince personas que se despedían en la verja de la finca donde habíamos celebrado en familia el cumpleaños de Javier. Creía que Mercedes y yo nos habíamos despedido ya de todos y empezábamos a caminar hacia el coche, cuando se acercó nuestra sobrina, Marta que había dejado los niños en el coche y cariñosamente le dio un beso a mi mujer.
--Gracias tita por tu regalo. Es precioso.
Mi mujer le había regalado a Javier un precioso trajecito azul que su madre se empeñó en probarle allí mismo a pesar de los lloros del niño que se vio apartado de los juegos con su hermana y sus primos.
--Tito, cuídate y no dejes de tomarte la tensión cada día. No te lo tomes a broma.
-- Claro Marta. No me queda más remedio que hacerle caso a mi doctora favorita.
Naturalmente no pensaba hacerle ni puñetero caso. La tensión como el colesterol, cuanto más los controlas, más se te disparan. En todo caso, en cuestiones de salud, yo prefiero esconder la cabeza debajo del ala como el avestruz. Lo que tenga que ser será.
--Marta, mañana te enviaré un correo. Por favor, ábrelo.
El día, ya en el ocaso, había sido esplendoroso. Seguro que se había contagiado de la felicidad de nuestra familia. El coche se deslizaba lentamente entre los campos sembrados de trigo y los limoneros que se mostraban verdes y limpios tras las últimas lluvias.
--Marta está radiante y feliz. Se ve que la maternidad la ha hecho más mujer.
-- Así es. Pero ya era una gran mujer antes de casarse y ser madre.
Avanzábamos ya por la autovía y el coche se deslizaba velozmente sin ruido apenas y sin los traqueteos y movimientos del camino de tierra que acabábamos de abandonar.
Mercedes dormía tranquilamente en su asiento arrullada por la nana que el coche suele cantar cuando se circula sin sobresaltos y, en el segundo que la miré para no distraerme de la conducción, pude contemplar una expresión beatífica en su rostro y un rictus de sonrisa en su boca que me recordó a la de Juan XXXIII.
Me vinieron a la mente las imágenes del día que habíamos pasado. Concretamente el último beso que me había dado Javier al despedirse y su carita de ángel feliz, pero, como superpuesta y más borrosa, se me hizo presente la de los niños de Darfur que había visto en el telediario, hambrientos, chupando de la teta escuálida de su madre, trabajando ya para obtener su escaso sustento, y rodeados de moscas que revoloteaban como buitres sobre el cadáver que todavía estaba en ser.
Sin poderlo evitar, una lágrima me estaba resbalando por la mejilla, surcando el río de mi vieja cicatriz desde el pómulo hasta el mentón. No sabía si lloraba de alegría o de tristeza.







Al llegar a casa me planté ante el ordenador. No podía esperar ni un minuto. No quería que la avalancha de sentimientos que Javier había provocado en mí, se diluyera en el mar de los recuerdos, reducidos a lo esencial por el hecho de serlos, y que sólo perviven en nosotros como un fogonazo. Quería desgranarlos, pintar el cuadro que componían en mi corazón como un pintor realista, deteniéndome en cada emoción, en cada sonrisa, en cada contacto. No quería que se me escapara el más mínimo detalle de lo que había sentido y para eso tenía que volcarlo al papel.
Trabajé con verdadero frenesí sin darme cuenta siquiera de que me estaba perdiendo el España- Suecia que tanto deseaba ver. A las diez Mercedes me preguntó por lo que quería cenar. “Nada” contesté. Eran ya las dos de la mañana, cuando Mercedes abrió la puerta de mi despacho para decirme que se iba a la cama. “Que descanses, cariño.” Me miró incrédula ante el hecho casi inaudito de que yo permaneciera despierto a esas horas de la madrugada (rara es la noche que veo las once). Yo seguía derramando a borbotones sobre la pantalla del ordenador todo lo que llevaba dentro. A las tres y media de la mañana, con los ojos casi cegados por el humo y las fluorescencias de la pantalla de la que no había despegado la vista, di por concluido mi trabajo. (¿trabajo?)
Busqué a mi hijo pequeño, un garañón de 23 años y 90 quilos de peso, el experto de la casa para todo lo relacionado con la red y los ordenadores y lo encontré estudiando Derecho Civil ¿tendría alguna calentura?
-- Jesús ¿me puedes hacer un favor?
-- Me gustaría que me bajases de donde sea una orla para el cuento que estoy escribiendo y me hicieras aparecer las letras del relato de todos los colores que puedas.
En poco tiempo hizo lo que pedí, y cada página apareció enmarcada por cabezas de angelitos de Murillo, de pelos rubios y rizados y piel sonrosada. El envoltorio, el cuerpo del cuento había quedado precioso. Pero, ¿y el alma del cuento estaría a la altura? Lo leí por última vez y llegue a la conclusión de que, si no lo estaba, se debía a que mi alma no daba más de sí, porque toda mi alma estaba entre aquellas letras de colores.
Después de equivocarme varias veces en la sencilla operación de adjuntar archivo (como puedo ser tan torpe), pulsé enviar y las páginas en las que había volcado mis emociones desaparecieron de un plumazo. Durante una décima de segundo temí que se hubieran perdido en no sé dónde. Cuando un texto se me borra por apretar una tecla equivocada, pienso que, sin querer pero por culpa de mi ineptitud, he dado muerte a mi criatura enviándola para siempre al limbo que ya no existe. Pero no, mi duende particular me avisaba que el mensaje había sido enviado correctamente. Me acosté procurando no despertar a Mercedes pero no me pude dormir inmediatamente a pesar del cansancio.







Marta iniciaba un nuevo día de trabajo. Se duchó, desayunó y, como todos los días antes de marchar, echó un vistazo al ordenador para ver su correo. Entre los correos de los laboratorios ( espidifén 600, viagra, dinosprin contra la incontinencia urinaria etc.), encontró el de su tío ( lomas2000@ Hotmail.com), lo abrió y comenzó a leer.








--- Javier, ven, te llama el tito.
--- ¡ Hola tito Tente! Vas a…..festa .. mi cumple?
--- Sí, cariño, el sábado jugaremos mucho. Un besazo.
--- ¡ Muah!.
A través del teléfono me llegó una parte del beso que Javier me había mandado. Me había llegado el sonido pero me faltaba el contacto de sus labios gordezuelos sobre mi cara. En todo caso lo recibí como un adelanto de lo felices que íbamos a ser los dos el día de la fiesta de su cumpleaños.
Con la inoportunidad que me caracteriza, me pasé el desvío que conduce a la finca y, en la siguiente salida de la autovía, decidí llegar por una red de carreteras secundarias que sabía que también me conduciría a mi destino. Lo que no sabía era cuanto tiempo me llevaría llegar, porque aquellas carreteras por las que había transitado alguna vez me parecían otras. Donde existían cruces peligrosos ahora me encontraba con rotondas interminables, los pequeños poblados que atravesaba se alargaban en nuevas edificaciones que me confundían, y hasta en medio de los cultivos surgían ciudades fantasmas en torno a un campo de golf. (Dios, que estamos haciendo con nuestro campo). Por fin, tras casi una hora de dar vueltas por un laberinto interminable, divisé los cipreses gigantes que delimitaban el contorno de la finca.
Casi toda la familia estaba allí. Al oír el ruido de la puerta del coche, Javier, que jugaba con los niños, salió como un cohete a nuestro encuentro. Le di las dos botellas de vino que me ocupaban las manos a Mercedes y me adelanté para levantarlo en volandas, lanzarlo hacia el cielo con una fuerza inapropiada para mi edad, y darle vueltas como en un tío vivo, cuyo poste de sujeción era yo mismo. Javier reía y reía y, cuando ya empezaba a marearme, lo dejé en el suelo y me estampó un besazo en mi cara curtida, vieja de manchas y cicatrices.
--- Tito Tente, ven.
Tomó mi mano rasposa de viejo tenista con su manita de algodón rosado, y me llevo hacia el porche donde estaba todo el mundo. Vestía un mono pantalón de color rojo, su padre le había puesto su propia gorra granate que se le caía hacia un lado, dejando apenas ver sus rizos rubios, y calzaba unas deportivas de esas que emiten destellos de luz al andar. Llevaba colgada una cantimplora de colorines y un palo de golf de plástico verde en la mano. Su indumentaria recordaba a la de esos muñecos que salen en la tele. Pero aquella amalgama de colores sintéticos no era nada ante el color de su mirada azul, la sonrisa roja de su boca, el oro de sus rizos y el leve rosado de su piel.
Me enseñó todos los regalos volviendo a abrir los paquetes ya abiertos y tomó una bolsa grande del Corte Ingles, para que viera lo que él suponía que había dentro. Ante mi cara de extrañeza, prácticamente metió la cabeza dentro de la bolsa y la sacó mirándome con el ceño fruncido y extendiendo la manita hacia fuera en un gesto de “qué le vamos a hacer”. Yo metí la cabeza dentro de la bolsa imitando su acción y con disimulo, puse en su interior un pito de colores que llevaba en el bolsillo. Volvió a mirar dentro de la bolsa, me sonrió y salió pitando en busca de sus primos.
Saludé a los familiares a los que hacía algún tiempo que no veía. Nos sentamos al rededor de la gran mesa del porche, de hierro forjado y con tablero de azulejos andaluces con grecas verdes, azules y amarillas. Aquella mesa había sido testigo de las celebraciones y de los momentos de abatimiento de la familia. ¡Si pudiera hablar!
A lo lejos escuchábamos los ladridos de Willy molesto por no estar compartiendo nuestra fiesta. ¿Quién ha dicho que los perros no tienen sentimientos? Y más un perro como él capaz de pelar una mandarina, abrir el pestíllo de la cerca, saber que puede entrar en la casa cuando está sólo con su amo y no pisarla cuando está su esposa, recordar sus tiempos de cachorro cuando, viejo ya, su dueño le lanza una pelota en un afán repetitivo de hacerlo feliz devolviéndosela. Definitivamente algunos perros también “quieren”.
El abuelo Ramón preparaba ya su famosa paella al lado del porche en una pequeña senda de baldosa que se adentraba en la tierra hasta el cenador. Estaba, sin duda, más atento a la conversación que al arroz. Y mientras la paella empezaba a desprender su olor característico, las botellas de buen vino caían una tras otra, encontrando el reposo final en su particular tumba de plástico.
Javier se había acercado a la mesa y yo seguía sus pasos con el rabillo del ojo. Intuía que alguna trastada estaba tramando.
¡ Puummm! Un fuerte golpe con el palo de golf descargó en mi espalda con toda la fuerza de que aquél enano era capaz. Di un brinco en la silla y, como un payaso, tras el salto me plante en el suelo con la cintura agachada, rascándome la espalda y soltando alaridos como un poseso, al tiempo que le ofrecía mis posaderas para un nuevo golpe. Javier reía a carcajadas y me asestó otro golpe en el culo. Di un salto al estilo canguro, y caí en la misma posición, repitiendo la jugada hasta que ya me faltaba el aire.
Su padre, con acierto, sustituyó el arma del chaval por un mazo de plástico que sonaba al golpear y picaba bastante menos.
--- Javier, al abuelo, ahora al abuelo.
Ni corto ni perezoso, Javier la emprendió con el abuelo Román, después con el abuelo Pedro, su padre…. En fin, los mayores acabamos participando en aquella escena de circo y los demás niños se disputaban el mazo para intentar darnos con el.
Parecía que había vuelto la calma. Los niños jugaban ahora bajo la dirección de Irene a las comiditas. La imaginación de los pequeños convertía la tierra embarrada con agua y colocada en los platitos de juguete, en sopa de pollo, filete de ternera, tarta de chocolate…. Javier se encargaba de servirlos a los mayores.
--Que bueno Javier.
Y Javier sonreía y volvía a por otro más.
A mi me trajo en una base de plástico que simulaba una rebanada de pan bimbo, un suculento filete de ternera.
---Umm…. Que rico Javier.
Me sonrió con sus “ojos de ternera” feliz (perdón, se me ha venido Homero a la cabeza) sabiendo que todos estábamos participando en el juego. Pero, en un momento de descuido, mientras él tendía la mano para que se lo devolviera hice desaparecer el filete, primero en mi bolsillo y después, en las manos de su padre que estaba a mi lado.
¡Javier, que bueno estaba, me lo he comido todo!
Sus ojos incrédulos se le salían de las orbitas. Lo que hasta entonces había sido un juego, ahora era realidad. El tito Tente se había comido el filete. Fue a contar con su media lengua a su hermana lo que había pasado. Rápidamente Irene se me acercó.
--- Tito, Tito, no te lo has comido, ¿Verdad?
--- Javier, ¿Me lo he comido?
Javier movía su cabecita arriba y abajo.
---Tito, eres tonto, es de plástico.
--- Me duele la barriga. Voy a hacerme caca en los pantalones.
Ahora la que se lo estaba creyendo era Irene. Salí corriendo hacia el campo bajándome los pantalones, y me agaché detrás de una higuera, simulando unos apretones que todo el mundo, niños y mayores, podían oír.
Tras la sorpresa, el intento de aproximarse hacia donde yo estaba de Irene y los demás fue abortado por la abuela Juana y al poco volví con el sándwich de plástico limpio como una patena.
---Irene, ya se me ha pasado. Toma.
Irene no quería coger con sus manos lo que suponía que había estado dentro de mí y salido por semejante sitio.
---Irene, Javier, es una broma.
--- ¡Aaa!
Volvieron a jugar y los mayores comentaron entre risas mi puesta en escena.
Degustamos la paella, los postres de dulce, y, como siempre se dejó en la paellera todo lo que había sobrado para Willy.
----Vamos a darle de comer a Willy.
Los niños me seguían en procesión hasta la casa de Willy que al ver que nos acercábamos redobló sus ladridos. Eché en el suelo todos los restos de comida y desde fuera de la verja que delimitaba su espacio, contemplábamos absortos el festín de Willy. ¿Cómo podía ser tan divertido ver comer a un perro? No, no era un perro el que estaba comiendo, era nuestro Willy.
Al terminar puso sus patazas entre los hierros. Cogí la mano de Javier con la mía y le acariciamos su cabezota. Javier tenía una expresión entre el miedo, la excitación del momento y la confianza de que con su tito no le pasaría nada. En un descuido Willy le dio a Javier un lametón en la cara que le hizo cambiar la expresión. Empezaba a crecerle el labio inferior hacia arriba en un preludio de los pucheros que fatalmente seguirían, pero, no, logré calmarlo y volvimos a acariciar la cabezota de Willy.
---Niños. Lo que ha pasado no se lo podemos contar a los mayores que nos regañarán.
Irene y los demás asentían al pacto de silencio que guardaría nuestro secreto.
Los mayores tomábamos café y los pequeños jugaban en la mesa de al lado cuando Marta llamó la atención de todos sin apenas hacer ruido. Hacia gestos a los peques para que se acercaran.
¡Ratatouille, ha venido Ratatouille!
¿Quién coño era Ratatui o como se dijera? Giré la cabeza y descubrí una ratita (¿ ratita?) que había decido unirse a la comida familiar comiendo del suelo, justo debajo del trípode en el que el abuelo había hecho la paella, los granos de arroz que habían caído al moverla.
Los niños detrás de Marta miraban la escena sin poder creer lo que veían.
---Ratatui, Ratatui. Se lo decían los unos a los otros bajito, al oído, con sus manitas en la boca, buscando unos en otros la confirmación de lo que estaban viendo. Permanecían quietos, boquiabiertos, contemplando a nuestra Ratatui. Creo que dudaban entre si estaban viendo una peli de dibujos animados o si, definitivamente, es que los dibujos animados eran de verdad. Ratatui se fue pero el Tito Pepe logró inmortalizar la visita de la protagonista de la Disney con la cámara del móvil. Hasta los personajes de los “dibus” habían querido estar presentes en el cumple de Javier.
----¡ Queremos tarta, queremos tarta..!

Una manifestación ruidosa y festivalera exigía sus derechos a la porción de tarta más grande posible, y reclamaba el comienzo del acto más importante de la jornada. Las Jefas (quiero decir las abuelas) acogieron con prontitud la petición y se perdieron en la cocina volviendo al instante con una gran tarta coronada por tres velitas encendidas. Javier ya se había sentado en el centro de la mesa, sabiendo que ése era su momento, que el centro de toda aquella función era él. Todos entonamos el “cumpleaños feliz” con cara de gilipollas pero, ojo, de gilipollas felices y contentos.
Javier, rodeado, mas bien achuchado entre sus primos, por fin pudo apagar de una sola vez las velas. Pero todos querían apagar las velas, así es que hasta tres veces las tuvo que encender su madre para que también soplaran Irene, Diego y Clarita. Javier, magnánimo, dejaba a los demás su minuto de protagonismo, sin enfadarse, como queriendo compartir con los demás niños su felicidad. Su padre le apretó la cara sobre la tarta componiendo la faz de un payaso, con la nariz manchada de chocolate, las mejillas de merengue y la frente de crema pastelera rosa. Naturalmente tuvo que repetir la operación con los demás. Todos, chicos y mayores, reíamos a carcajadas, unidos en la risa por el brote simultáneo de las endorfinas de la felicidad.
Empezaba ya a caer la tarde y los abuelos paternos se despidieron. Corría un vientillo helado que nos obligó a aposentarnos frente al fuego. Javier, ronroneaba a mí alrededor, pretendiendo algo que no intuía lo que era.
--- Tito Tente. ¿…. al fego?
Por fin lo había entendido. Quería echar cosas al fuego como ya habíamos hecho otras veces. Salí y recogí de entre la leña ramitas de distintos tamaños. Lanzó con cuidado la primera que inmediatamente prendió. Javier sobre mis rodillas miraba absorto el palito que poco a poco se iba consumiendo.
De repente: ¡Pa! Era el sonido, como el estallido de un globo, que a veces produce el crepitar de la leña en el fuego. Javier asustado echó hacia atrás su cabecita que encontró el apoyo de mi pecho.
---Tito Tente, el fego ha tirado un pedete…
Sonreí y lo estreché contra mí mientras él me devolvía la sonrisa. Tiró muchos palitos al fuego e inmediatamente, después de hacerlo, volvía a mi regazo.
---El fuego se come los palitos como te comes el yogourt. ¿Me entiendes?
--- Zi, Tito.
La abuela Juana, le dio una bandeja azul de plástico y él la lanzó también al fuego. La bandeja iba desapareciendo ante los atónitos ojos de Javier derritiéndose y envolviendo en su gelatina viscosa y azul el tronco más grande.
--- Javier el fuego no quiere comerse la bandeja, quiere disfrazarse de payaso azul para que tú lo veas.
--- Zi .
Marta se puso en pie y se despidió.
Salí con Javier e Irene de la mano. Sus padres iban delante cargados de paquetes.
Javier tiro de mí hacia un rosal bermellón.
---Abelo, mira ua for pequeñita.
--- Tito, te ha llamado “Abuelo”
A Irene, pizpireta y despierta, es que no se le escapaba una. Efectivamente en el rosal al lado de una rosa mustia y marchita, estaba floreciendo un capullo apenas visible.
Lo alcé en mis brazos y no me pude contener.
---Cuanto te quiero, Javier.
---Do tambén te quero, Tito.
Mientras lo llevaba en brazos hacia el coche jugaba con mi pelo escaso y largo, me lo revolvía y lo estiraba hasta los ojos.
--- Tito feo.
Lo recolocaba en su sitio y entonces yo volvía a ser “ Tito apo”. Yo ponía la cara correspondiente a mi cambiante situación y el reía y reía y reía…..
--- Dame un beso que ya te vas.
Me cogió la cabeza mientras yo le ofrecía mi cara.
---No, en la fente. Y ahora aquí. Oprimió sus labios sobre los míos, sin hacer ascos a mis mostachos blanquecinos.
Estaba orgulloso de haber pasado al escogido círculo de los que Javier besaba en los labios (sus padres, Irene, su madrina, la abuela). No era su abuelo pero él me lo había dicho con su propia boca. Para mí era suficiente.
El coche se alejaba lentamente y él me decía adiós, moviendo su manita de un lado a otro.
--- Adiós, mi príncipe.
--- Adiós, Tito Tente……






Marta se dio cuenta de que llegaba tarde al trabajo. Ni siquiera apagó el ordenador que mostraba en la pantalla la última página del relato de colores. Después la pantalla simplemente se oscureció. Abandonó casi corriendo la casa dando un portazo hijo de la prisa y de los nervios.






---Tito, te llamo desde el móvil. Me paso por tu casa para tomarte la tensión.
--- Te he dicho que sí, y no hay más que hablar.
No había trascurrido ni una la hora desde que hablamos por teléfono y ya la tenía frente a mí con el temido aparato.
--- La tienes disparada. Te voy a recetar unas pastillas y tú te las vas a tomar y punto.
--- No te preocupes, lo haré.
La acompañé a la puerta y, al despedirse, me dio un abrazo cálido y fuerte al mismo tiempo.
--- Todavía estoy emocionada. Qué suerte tiene mi hijo de tener un tito como tú.
--- Sólo te pido que se lo guardes hasta que pueda comprenderlo. Será un regalo de cumple con efectos retardados.
--- No te preocupes. Lo guardaré.
Cerré la puerta y pensé: Que suerte tiene Javier de tener una madre como ella.






Marta cerro la puerta de su casa y esta vez el portazo se oyó leve y sordo, como si a quién tiraba de la puerta no le quedaran ya fuerzas. Había sido un mal día y estaba destrozada. Irene se encerró en el cuarto de baño nada más llegar y Marta llamó a Javier.
---Javier, quiero darte una cosa que tengo para ti.
Del cajón más escondido del mueble del salón, sacó una caja envuelta en papel de regalo con un lazo azul y se la dio. Javier se fue a su habitación con el paquete, picado por la curiosidad. Al abrirlo encontró unos folios muy raros con letras y palabras de todos los colores y orlados con angelotes de iglesia.
--Javier, ven, te llama el tito………………………..Adiós, tito Tente.
El mozalbete lloraba como un niño pequeño. Sostenía su cabeza entre las manos y se mesaba sin parar los rizos de sus cabellos rubios. Los folios encuadernados que tenía sobre sus rodillas absorbían el reguero de lágrimas que le caían desde la barbilla emborronando las páginas abiertas en un arco iris de colores difuminados que gritaba al infinito.

sábado, 21 de junio de 2008

RECUERDOS

Os dejo un pequeño relato inspirado en hechos vividos en mi familia.

RECUERDOS









El utilitario se desplazaba con lentitud por la carretera plagada de curvas que conectaba la moderna autovía con el pueblo. Desde que quedaban atrás los últimos picos de la Sierra Nevada almeriense, el paisaje empezaba a cambiar. Las tierras cuajadas de olivos y el frescor de los huertos de frutales y hortalizas cerca del río hacían ver que el agua, aunque no fuera abundante, no faltaba en aquellos parajes. Pero cuando la autovía se adentraba en el último desierto de Europa, la pizarra y el esparto se adueñaban del paisaje y los escasos árboles que salpicaban la llanura parecían esqueletos sin carne, encogidos, raquíticos y secos.
--- Cristina, no te preocupes. El abuelo estará igual que la semana pasada. Lleva tiempo así. Nos hemos acostumbrado ya a lo más duro. Fue tremendo la primera vez que te confundió con tu madre; verlo ensimismado, con los ojos perdidos, y de pronto, sin ninguna razón, rompiendo a llorar como un chiquillo; o cuando, furioso, intentó pegarle a tu madre o abrir la puerta de la casa que tu padre mantenía cerrada para que no se escapara. Hasta lo más duro, cuando se hace rutinario, se puede soportar.
--- Lo sé, Angel. Solamente me preocupan dos cosas: el no saber si el abuelo sufre y hasta cuando va a aguantar mi madre. ¿No te das cuenta de que se está quedando como una pasa, demacrada y con bolsas en los ojos?
--- Cariño, nadie puede hacer más de lo que hacemos por él.
--- Si, todos tenemos la conciencia tranquila. A mi me remuerde un poquito por ti. Llevamos muchos fines de semana viniendo al pueblo sin pensar siquiera en un viajecito, aunque sea corto. ¡Con lo que te gusta viajar! Te prometo que ….
--- No tienes que prometer nada. Tenemos tiempo por delante, justamente lo que ellos no tienen.
El coche, tras dejar la carretera, se adentró por calles estrechas y tortuosas y se detuvo en la puerta de la casa que, durante doscientos años, había sido de la familia.
--- Hola mamá, ¿Cómo estás?
--- Tirando, hija, tirando.
--- ¿Y el abuelo?
--- Como siempre en el despacho. Ya va siendo hora de acostarlo. Le he dado la cena y las medicinas y estaba esperando a que llegarais. En cuanto le des un beso, lo llevo a su habitación.
Cristina abrió la puerta del despacho y lo encontró en su sillón, de espaldas a la entrada, mirando por la ventana a la calle por la que ya a esas horas no pasaba nadie. No hizo ningún movimiento. Sólo cuando Cristina, desde atrás, le rodeó el cuello con sus brazos y le estampó un sonoro beso en la mejilla, esbozó una sonrisa.
--- Abuelo, es hora de acostarse.
Lo cogió de las manos y lo encaminó, pasito a pasito, al dormitorio. Su madre la ayudó a desnudarlo y a meterlo en la cama. Apagaron la luz y, al salir de la habitación, su madre cerró la puerta con llave.
--- Es mejor así.


El día, como casi siempre, amaneció radiante en aquel pueblo del Sur. Cristina saludó a sus padres que ya estaban levantados y, sin saber porqué, se dirigió al despacho del abuelo. Contempló la librería de nogal macizo y pensó que algún día se la llevaría a su casa. Albergaba libros de las mas diferentes materias: Historias bélicas, tratados de derecho, poesía, las obras completas de Blasco Ibáñez, y le llamaron especialmente la atención diez grandes volúmenes, que por su vetustez, quizás pertenecieran a la primera edición de la “Historia del Padre Mariana”. Abrió la portezuela de uno de los armaritos que constituían la base de la librería y removió la montaña de papeles que tenía ante si. Recibos, libros de contabilidad de las explotaciones agrícolas de la familia, cuadernos escolares…. De la balda del fondo tomó un cuaderno de tapas de cartón y hojas cuadriculadas que le llamó la atención precisamente porque no tenía en su exterior ninguna referencia a su contenido. Lo abrió y justo en el centro de la primera hoja, en letras mayúsculas, encontró una sola palabra: DIARIO.
Picada por la curiosidad, se sentó para estar más cómoda. Pasó la primera hoja y encontró la primera anotación:
“Hoy hemos ganado la guerra; pero, ¿hemos vencido algunos o hemos perdido todos?”
La letra indudablemente era de hombre; una letra perfecta, cuadrada, uniforme, que denotaba el buen pulso de su autor. Por la referencia tan personal a la guerra no podía ser nada más que del abuelo. El abuelo, joven maestro entonces, participó en ella como alférez provisional, en el lado de los nacionales. Tras la rotundidad de la primera frase que denotaba el orgullo de haber contribuido a la victoria, le llamó la atención la última expresión interrogativa. Indudablemente translucía un viso de duda subjetiva sobre lo ocurrido en aquellos años en los que España se partió en dos.
Ayudado por su hija el abuelo entró en el despacho y, cuando vio sentada a su nieta con el cuaderno entre las manos, un desasosiego inexplicable se apoderó de él. Movía la cabeza de un lado a otro, entre el torrente de palabras sin sentido que salía de su boca, sólo una se entendía con claridad: “No, No, No”, repetida una y otra vez.
--- De vez en cuando se pone así, sin saber porqué.
Su hija lo sentó en el sillón como si fuera un cojín que encontraba su natural acomodo.
--- Mamá déjame con él. Vete a hacer lo que tengas que hacer y yo procuraré calmarlo y distraerlo.
--- Gracias hija. Al menos los fines de semana que venís puedo desentenderme un poco de tu abuelo y descansar algo.
Lo decía casi con vergüenza, con un sentimiento de culpa que no tenía para Cristina ningún sentido.
Cristina se levantó y le dio un beso que lo tranquilizó. Se volvió a sentar enfrente de su abuelo y comenzó a hacer como que leía el cuaderno que tenía entre las manos.
“En el primer discurso tras la victoria, Franco ha prometido la reconciliación entre todos los españoles. Los que han perdido la guerra serán amnistiados y podrán reincorporarse a sus actividades, volver a sus pueblos y ciudades y reencontrarse con sus familias…Nuestra patria será una patria de paz y…...”
Le había costado mucho esfuerzo decir lo que acababa de decir. A una militante comunista, de formación marxista y sindicalista de primera línea en el hospital en que trabajaba, tergiversar la historia de esa manera le dolía aunque el único destinatario de su narración fuera un anciano que no sabía siquiera si estaría entendiendo lo que oía.
Pero lo cierto es que la expresión del abuelo cambió y su rostro, adusto y triste, se vio inundado por una sonrisa apenas esbozada.
--- Abuelo, hoy vamos a salir a la calle a pasear. Hace un sol maravilloso.


Cada fin de semana, se volvía a repetir la historia. Como en un rito religioso, periódico y obligado, Cristina iba desgranando la vida de su abuelo a partir de aquellas notas de su propio puño y letra. Cuando observaba algún apunte que denotaba dudas de conciencia sobre la actuación de su abuelo, edulcoraba su propia narración, tratando de ponerse en el lugar y la situación que él había vivido, y desarrollándola en el sentido mas proclive a la concordia. Cuando las anotaciones expresaban vivencias felices, su narración las amplificaba e intensificaba, deteniéndose en la descripción de aquellos momentos con todo lujo de detalles.

“Hace ocho meses que llegué a este pueblo y puedo decir que todo va mejor de lo que era de esperar en estos años tan convulsos. Creo que he encontrado a la mujer de mi vida. No puedo negarme a mi mismo que Pepita me gusta. Es una mujer de cuerpo entero y de alma transparente. Aunque no sea fácil por la oposición de su familia, será mi mujer.”
Cristina sabía que la mujer de su vida, había sido la abuela Pepa. Los había visto felices en las fotografías en blanco y negro que poblaban la casa, de recién casados, y con su madre en brazos.

“Pepita me dio el sí en la feria, en el casino. Cuando la saqué a bailar un pasodoble, se me quedó mirando con aquellos ojos azules clavados en los míos, sin bajar la mirada ante mi uniforme como había ocurrido con otras muchachas del pueblo.
--Sr. Teniente, ¿Qué intenciones trae usted?-- Todavía me sonrío cuando recuerdo aquella insolente pregunta que quería acotar el terreno de nuestra relación. Qué intenciones iba a tener con aquel lujo de mujer. La quería para mí, toda entera, desde la cabeza a los pies; quería su pelo rubio como la mies, sus labios rosados y prominentes, sus pechos erguidos, sus caderas rotundas, sus muslos fuertes… y quería, sobre todo, su alma y su corazón; quería que mis hijos fueran suyos y……”
Los ojos hundidos del abuelo parecían cobrar vida y perderse, no en el infinito, sino en un lugar y en una época en la que había sido completamente dichoso, como si hubiera logrado perforar el túnel del tiempo y retroceder a su particular reino de la felicidad.
--- Abuelo, vamos a pasear por el jardín.


“Hoy ha venido al mundo mi hija María. Todo ha ido bien. Es preciosa, como su madre”

Cristina volvió la cara hacia la estantería buscando la inspiración en una fotografía en la que aparecía su madre sentada sobre las rodillas del abuelo, intentando cogerle el mostacho.

“María está preciosa. Es un ángel rubio que siempre esta riendo. Cuando oye la llave en la cerradura, sale a recibirme, corriendo, casi a trompicones, hasta que se me abraza a las piernas. Cuando la tomo en brazos y la lanzo hacia arriba no deja de reír. A su madre y a mi nos dan las tantas viéndola dormir en su cunita. Es un regalo del cielo esta niña…”
El abuelo, dirigiéndose a ella, balbuceó “María, María”. No sabía si la estaba confundiendo con su madre, pero daba igual. Cristina sabía, porque cuando era una adolescente se lo había dicho, que sus tres mujeres (sus “tres Gracias” las llamaba) eran lo más importante de su vida. Cristina recordó su infancia feliz en aquella casa, con la imponente figura del abuelo, grande y fuerte, pero cariñoso y cercano, inundándolo todo.
--- Abuelo, hoy pasearemos por el patio. Hace mucho viento para salir a la calle.


No había podido salir antes del hospital. Las guardias en urgencias eran complicadas y no resultaba fácil buscar, de improviso, una compañera que la sustituyera. Cuando acabó su turno a las tres, Martín la estaba esperando en la puerta con el coche en marcha. Durante el viaje, aunque apenas hablaron, Cristina sentía la cercanía y el apoyo de su marido.
Al entrar en la habitación le llamó la atención la expresión beatífica de la cara del abuelo que mantenía su dignidad aun después de haberse ido. Se fundió en un abrazo con su madre y lloraron desconsoladamente durante unos minutos, apretándose, notándose juntos sus cuerpos y sus almas.
--- Hija, ha muerto sin darse cuenta.
La gente, como era habitual, iba llenando la casa para dar el pésame a los familiares del difunto. Cristina se escabulló y buscó refugio en el despacho. Cerró la puerta, tomó el diario del abuelo que la había ayudado a hacerlo feliz, y volvió a leer la última anotación, hecha cuando ya el abuelo empezaba a perder el sentido de la realidad:
“Siento que me estoy perdiendo. Si pudiera conocer el preciso momento en que traspase la barrera que me impida volver, en ese mismo instante, me pegaría un tiro. No quiero que sufran por mi”
Evidentemente el abuelo no se había dado cuenta del momento en que cruzó la línea sin retorno.



Nota del autor: A mi madre que nos dejó pronto, envejecida por el alzheimer, perdida en su infancia, confundida en las sensaciones (tenía hambre cuando acababa de comer) y en los sentimientos (a veces, parecía odiar a quienes más la querían). Y a mi padre que estuvo a su lado hasta el fin.

lunes, 16 de junio de 2008

LA CARRERA

LA CARRERA



Iba con el tiempo justo y, aunque podía habérmela jugado e intentar llegar a mi destino sin repostar, se impuso la cordura que es mi compañera habitual, aunque algunas veces se me pierde en algún recodo del camino, y entonces soy capaz de realizar las acciones más heroicas o las más abyectas. En éstas estaba, y por fin, decidí llenar el depósito de mi coche antes de iniciar el viaje que hacía con frecuencia desde que la multinacional “ Granada´s Properties” me había nombrado secretario de su Consejo de Administración. Si no había atascos a la entrada de Granada, una de las Ciudades más bonitas del mundo, a las diez en punto estaría sentado en la mesa de la sala de reuniones, justo a la derecha del Presidente de la compañía.
Entré en la gasolinera, por inercia, con la cabeza puesta ya en la reunión y analizando los diversos puntos del orden del día que íbamos a tratar. Como un autómata paré el vehículo frente al surtidor de gasóleo, cogí la manguera sin ponerme el odioso guante de plástico que evita que te ensucies las manos pero que te provoca sensación de dentera y pérdida de sensibilidad, y comencé a llenar el tanque. Apoyé el codo en la parte del maletero más cercana a la boca del depósito, curvando el tronco hacia un lado y hacia delante, como si la articulación del brazo fuese capaz de sustentar el peso del tren superior de mi cuerpo, liberando las piernas de ese cometido. Estaba haciendo la operación con la atención suficiente como para controlar la entrada del carburante y evitar que se pudiera derramar al colmarse, pero mi mente repasaba argumentos, buscaba expresiones convincentes y adelantaba respuestas a las hipotéticas preguntas que los consejeros, a buen seguro, me harían.
El entorno de la estación de servicio, ya conocido, se me mostraba claro pero inerte; lo percibía como si fuera de juguete y las personas que deambulaban de un lado a otro como muñequitos de plástico que venían con el producto para que los niños pudieran moverlos a su antojo ( los coches, los empleados, los clientes..)
Levanté un momento la cabeza y, en medio de aquella visión fotográfica, estática, que mi mente había recreado, de pronto, saliéndose de sus contornos carcelarios, irrumpió ( sí, creo que es la palabra adecuada) en el lugar la vida misma.
Caminaba desde las casetas de lavado hacia un BMW negro aparcado justo unos metros delante del mío, una mujer de bandera, una mujer 10. Si estuviera conmigo mi amigo Luís, estoy seguro que esta vez sí que hubiéramos coincidido en la puntuación. Recordé los días de playa en Maspalomas, más jóvenes entonces, cuando nos lo pasábamos de puta madre, paseando los ocho quilómetros de arenal que separaban San Agustín del faro. Nos dedicábamos durante el paseo a “calificar”, como jurados de un concurso de belleza, las mujeres con las que nos cruzábamos o que permanecían tumbadas tomando el sol. En aquella playa tan internacional encontrábamos un muestrario completo de las distintas clases de belleza femenina: nórdicas, mediterráneas, árabes, negras y canarias de ascendencia guanche…. Estadísticamente habíamos llegado a la convicción de que las indígenas eran las más bellas.
Luís era mucho más benevolente que yo en las puntuaciones, pero estoy seguro de que, si estuviera aquí, ambos hubiéramos dado matricula de honor a aquella Venus blanca.
Era una mujer de mediana estatura (no como esas modelos anoréxicas de uno ochenta que salen en los telediarios), con esa clase de curvas que le transmiten al macho de la especie que esa hembra es apta para la reproducción y a los hombres, además, que pudiera ser una fuente inagotable de placer.
Su paso era firme, su balanceo evocador, su cara levantada y desafiante. Ella sabía lo que era y lo que representaba para los hombres. Ceñía (gracias “ñ”, tanto tiempo ninguneada, que en este contexto me permites evocar el ruido que producimos cuando queremos comernos un manjar delicioso), ceñía, digo, su cuerpo con unos pantalones o mayas o que sé yo, negros y elásticos, de esos que se ponen las mujeres cuando quieren ir desnudas por la calle. La blusa, negra también y brillante, era tan corta que dejaba ver su ombligo, el vientre (bendito el vientre de la mujer, incluso antes que su fruto, - perdón se me ha venido a la cabeza mi educación religiosa-) y el arranque de las curvas que alcanzan la máxima distancia entre sí en las caderas. Por arriba los botones desabotonados, no cumplían su función de tapar, sino que sugerían donde desembocaría aquél canalillo blanco- rosado y suave. ¿Cómo puede uno sentir la suavidad sólo viendo y no tocando? No os lo he dicho, era rubia, aunque me pareció que de bote; pero, en fin, el color del pelo no era lo más importante, aunque hacía de contrapunto a su vestimenta obscura.
Había comenzado a secar el coche con ese papel continuo que te dispensa una máquina y que lo mismo sirve para secarte las manos, recoger la vomitera del niño o el semen del padre ante la urgencia de echarle un polvo a su mujer en el coche aprovechando que los pequeños se han quedado con la abuela.
Es increíble lo que te puede sugerir ver a una mujer como ella, secando el coche. Con fuerza, con la misma que desprendía todo su ser, apretaba el papel secante en la superficie del coche describiendo con las manos movimientos en círculo que, no sé como, se trasladaban al trasero, casi en popa por la inclinación de su cuerpo hacia delante, componiendo una danza del vientre que no había visto ni en Egipto, ni en Túnez ni en ningún otro lugar. Los pechos pugnaban por salirse de la blusa (me parece, creo que lo consiguieron, o no), queriendo también realizar su aportación a aquel espectáculo.
No quiero entrar en más detalles. Lo cierto es que del depósito colmado se derramó el gasoil pringándome toda la mano. Corté el flujo entre imprecaciones y puse la manguera en su sitio sin dejar de mirar hasta que el claxon del siguiente de la cola me apremió. Fui a pagar y, al volver a mi coche, ella se disponía a entrar en el suyo, no sin antes dedicarme una sonrisa. ¿Se habría dado cuenta de lo que me había pasado? Seguro que si. Arrancó como alma que lleva el diablo, y sin saber porqué, yo hice lo propio. El torrente circulatorio se detuvo y mi coche quedó detrás del suyo. Hacía ella cómo que se miraba en el espejo retrovisor, pero yo sabía que me observaba. Yo fingía trastear la radio pero ella era consciente de que mis ojos perforaban su nuca.
Al entrar en la autovía aceleró de tal manera que casi la perdí. Apuré el acelerador y volví a colocarme justo detrás. Decidí pasarla y lo hice en un momento de indecisión por su parte, pero jugándome la vida con un camión que venía de frente.
¡ POOOO! ¡ Cabrón!
Desde luego para aquél pobre camionero era no sólo un cabrón, sino, además, un asesino. (Ya os dije que de vez en cuando se me esconde la cordura). Me relajé, pero al momento la tenía pegada al culo. Completamente picados repetimos los adelantamientos suicidas. Nuestros coches participaban en la carrera como corceles espoleados por sus jinetes que fueran conscientes de lo que se les exigía.
Desde el alto que habíamos coronado casi a la par, ya se divisaba Granada.



Estábamos los dos allí, en el lujoso vestíbulo del Hotel Santa Paula. Al ver su coche negro en la zona de parada del hotel a punto de ser conducido al garaje por el mozo vestido de librea, el corazón me dio un vuelco. Aparqué y le di las llaves a otro mozo para que retirara el mío.
¿Señor, no trae equipaje?
--No. Sólo tengo que coger el portafolios.
Tomé ese híbrido nuevo, algo mayor que el portafolios habitual, que te permite llevar, además de los documentos, el pijama, algo de ropa interior y los útiles de aseo. Subí apresuradamente la escalera de acceso y allí estaba ella, inclinada sobre el mostrador. (Dios, otra vez el trasero en semejante posición)
Cuando me acerque para que me atendiera otra recepcionista, volvió la cara hacia mí con una sonrisa entre picara y burlona.
¡Es usted, otra vez usted!
--Si.
Mi cara de imbécil debía ser de órdago a la grande. Ella tomó la iniciativa al instante tratando de salir del punto muerto en el que estábamos.
--Ha sido una experiencia muy divertida. Creo que se merece usted un premio.
Acercó sus labios a mi oído y su olor impregnó mi cerebro sin siquiera pasar por la pituitaria.
---Habitación 222.
Me quedé pasmado, inmóvil, mientras ella entraba en el ascensor con otros huéspedes. La recepcionista me sacó de mi letargo.
--¿Señor?
Cumplimenté los trámites y pensé en tomarme una copa pero finalmente decidí no esperar más.
Toqué suavemente y al momento San Pedro, transfigurado en Diosa, me invitó a entrar en el cielo.
Me aproximé a ella con decisión, pero se me alejaba hacia atrás parándome con las palmas de sus manos sobre mi pecho y sonriendo. Por fin, la abracé, la estrujé contra mí y le encontré su boca que ya buscaba la mía. Impulsada por sus manos la chaqueta cayó al suelo; con urgencia me iba desabotonando la camisa, y cuando yo hice ademán de quitarme la corbata me lo impidió apretándola en torno a mi cuello. Yo me apliqué a quitarle la blusa con tal nerviosismo que no conseguía quitarle un solo botón. Fue ella la que lo tuvo que hacer. Después desabrochó mi cinturón, bajó la cremallera y los pantalones se me cayeron a las pantorrillas. Tiré de sus mayas hacia abajo y con su ayuda logré desprenderlas. (no llevaba bragas la muy puta. No, si ya lo decía yo.) Mordisqueaba mis tetillas e iba descendiendo por el abdomen, el ombligo..La levanté desde el suelo donde se encontraba casi en cuclillas, y abrazándonos y besándonos, la encaminé hacia la mesa-escritorio de la habitación en la que la senté en un solo movimiento con una fuerza que creía no tener. En el recorrido estuve a punto de caerme un par de veces con la mierda de los pantalones que solo me permitían dar pasitos cortos de nazareno hasta que por fin me los quité. Ella enroscó sus piernas en mi cintura, pero, incluso de puntillas, mi verga no llegaba a su punto vital. Así es que la tomé de nuevo por debajo de los muslos y la llevé hasta la cama. Al intentar ponerme sobre ella, se apartó con un rápido movimiento y fue ella la que cabalgó sobre mí agarrada de mi corbata. Ya dentro de ella mis pulsaciones se dispararon, de mi garganta surgían gemidos profundos y roncos de felino, el ritmo acompasado de nuestros movimientos estaba a punto de producir su efecto final…..





La luz tenue de la habitación apenas permitía distinguir los objetos. María estaba preocupada por la extraña noche que su marido había pasado en el hospital después de haberle reducido tres fracturas y operado de urgencia para aliviarle la tensión craneal tras el accidente. Iba a llamar a la enfermera en el momento que observó que habría los ojos.
--Juan, cariño, que mala noche has pasado. ¿Qué es lo que te duele?
Le tenía la mano cogida intentando trasmitirle su afecto y darle ánimos.
--Me duele todo, cariño. Pero, siento algo extraño a la altura de la pelvis.
María, asustada, con un enérgico movimiento echó la sábana y la manta hacia un lado, en su afán de constatar aquella rara sensación de su marido.
--¡! Juan, te has corrido!!
-- Cariño, serán los efectos del despertar de la anestesia.

miércoles, 11 de junio de 2008

La Cola

Os dejo un divertimento que escribí hace poco:



--- El siguiente……..El siguiente……El siguiente..

La buena señora, no sabía como rellenar el impreso y no paraba de preguntar al funcionario, que intentaba explicárselo, exhausto, y cada vez menos convencido de lograrlo.
El personal variopinto que serpenteaba entre las cuerdas moradas que delimitaban inexorablemente el camino a seguir, comenzaba a impacientarse.
--- ¡Que barbaridad! A este paso nos dan aquí las tantas.
El joven, en el último tramo ya de su juventud, alto y bien parecido, no pudo evitar hacer en voz alta un comentario sobre lo frustrante de la situación, como si hacerlo fuera a aliviar su tensión.
La joven, bella y sensual, que tenía delante y que contribuía a hacer mas llevadera la espera, volvió la cabeza hacia el muchacho.
--- Tenemos por delante, cuatro abuelas más, un gestor que, seguro, lleva más de un asunto que tratar, y varios enterados que, por sus comentarios, tardarán más en dar las quejas que en presentar los impresos.
--- ¿Quieres un café?
--- Porqué no.


--- ¡Dios mío! ¡Que cola más larga!
--- Es toda para ti.

Queridos amigos del Mundo Virtual

Queridos amigos del mundo virtual: Mi primera entrada es para haceros llegar una esperanza, bastante remota por cierto. Espero que no me pase lo que me ocurrió con otro espacio que puse en marcha: despues de tres años, por el sitio no apareció ni Dios. Es increible lo comunicado que "puedes estar" y lo "solo" que te puedes encontrar en este mundo casi mágico. Si alguien pasa por aquí y se muestra, como los espíritus, le estaré eternamente agradecido.
Soy un hombre en la cincuentena al que no le ha ido mal en la vida.