lunes, 20 de diciembre de 2010

EL PUENTE
-Familia, nos vamos de puente. Niñas, ¿qué os parece que pasemos unos días en Terra Mítica?
- Bien, bieeeeeen.
Las dos niñas, de ocho y cinco años de edad, se colgaron del cuello de su padre estampándole en las mejillas una sonora ráfaga de besos.
-Y tú, Carmen, ¿qué dices?
-Pues que me parece estupendo. ¡Cinco días enteritos sin cocinar!
Coco, ante el revuelo que se había montado con la noticia, empezó a ladrar como si quisiera unirse a la alegría familiar.
El coche se desplazaba a gran velocidad sobre la moderna autopista recién inaugurada. El mar refulgía en la lejanía despidiendo como un espejo los destellos del sol que parecían querer penetrarlo sin conseguirlo. Las niñas se entretenían con la videoconsola ajenas a aquel espectáculo de la naturaleza del que sus padres disfrutaban sin cruzar apenas una palabra. Coco sacaba el hocico por la rendija de la ventanilla que siempre que viajaban le dejaban abierta.
-Niñas, vamos a atravesar uno de los túneles más largos que podáis imaginar.
Cuando el coche embocó la entrada del túnel, Juan disminuyó la velocidad obediente a las señales de tráfico y las niñas dejaron de jugar sorprendidas al penetrar en las entrañas de la gran montaña que poco antes habían divisado a lo lejos.
-Papá, tengo miedo.
-No hija, no pasa nada.
-Papá, tengo miedo.
La pequeña insistía ante una experiencia que asociaba a algunos malos sueños que la hacían despertar llorando, hasta que mamá la acunaba en sus brazos y la tranquilizaba.
-Venga, vamos a contar las luces que van pasando. Una, dos, tres……
Toda la familia se entregó al juego que Carmen había propuesto en su afán de distraer a las niñas, sobre todo a la pequeña que se mostraba más inquieta.
-Ochenta…, noventa…, ciento veinte…, doscientas….
-Ya os había dicho yo que era un túnel larguísimo.
-No quiero contar más, mamá, quiero salir de aquí.
- Y yo también, papá.
Las niñas lloraban al unísono y hasta Coco ladraba sin parar, como si las niñas le hubieran trasmitido el temor que sentían.
Juan, que era la primera vez que atravesaba un túnel tan largo, empezó a sentirse agobiado, y, en su pretensión de salir cuanto antes de allí, pisó el acelerador a tope. En un movimiento reflejo, miró los instrumentos del coche unos segundos para comprobar que todo estaba en orden. Y lo estaba. El coche se deslizaba sin apenas hacer ruido (los neumáticos nuevos, claro, y la ausencia de fricción con el aire en el interior de la montaña). La radio había dejado de funcionar pero era natural a la profundidad a la que se encontraban. ¿Porqué su mente lo encerraba en una cárcel de asfalto y hormigón, cuando estaba en un túnel de la autopista, uno de los más seguros de Europa? Se esforzó en tranquilizarse al comprobar que, cada quinientos metros, había una puerta metálica de comunicación con el exterior y un poste telefónico que le pondría en contacto con el centro de control ante cualquier emergencia. Pero no lo consiguió. La sensación que experimentaba era la de que había trascurrido mucho más tiempo que los siete minutos que, calculaba, habrían sido suficientes para atravesar el túnel a una velocidad normal. El vehículo se desplazaba, sin duda, impulsado por el potente motor, pero, lo que le parecía, era que el asfalto se movía a gran velocidad bajo las ruedas del coche y, en definitiva, que el túnel entero los engullía.
-Juan, me estoy poniendo nerviosa.
Al tiempo que en voz baja se sinceraba con su esposo, mentalmente seguía contando las luces que iban dejando atrás (“veinte mil, treinta mil, sesenta mil…. No puede ser”)
Cogió el móvil que siempre llevaba a mano cuando viajaban, queriendo encontrar en su pantalla iluminada el hilo umbilical que la uniese con el exterior, pero no había señal. Comenzó a sudar y a sentir que le faltaba el aire. Estaba a punto de llorar pero se contuvo por las niñas.
Juan, sin saber porqué, frenó violentamente en un intento subconsciente de quebrar la dinámica de una situación que no comprendía ni controlaba, pero, aunque oyó el frenazo, todo seguía igual: las luces de las paredes, los letreros luminosos colgados del techo, las puertas de salida, los postes del teléfono, los tramos de pintura del asfalto, todo, pasando vertiginosamente ante sus ojos. Ya no oía el llanto de las niñas, la voz temblorosa de su mujer ni los ladridos del perro. Por no oír, no oía ni siquiera sus propios pensamientos. Y cuando ya empezaba a abandonarse a lo irremediable, cuando ya pensaba en dejar de luchar contra lo que le sobrepasaba, al fondo, un atisbo lejano de luz solar le sorprendió.
-Carmen, niñas. Ya se ve la claridad blanca del día. Estamos llegando al final.
Los aullidos lastimeros de un perro retumbaban bajo la bóveda de hierro y cemento.

jueves, 9 de diciembre de 2010

PUKY

PUKY

Como todos los días a las seis de la mañana me disponía a sacar la basura al descansillo de la escalera. El café negro y cargado me había despejado totalmente y el mono de la droga deportiva (he podido comprobar que el hábito del ejercicio físico actúa como una droga) me hacía dar saltitos mientras deambulaba por la casa antes de salir a correr. Tomé la bolsa de basura y salí a la escalera dejando la puerta entreabierta con intención de volver a coger el gorro y la radio que habitualmente me acompañaban durante mi trayecto.
Estaba depositando la basura en el contenedor cuando un rayo rubio me rozó la pierna haciendo que la fricción con el chándal acrílico me produjera una especie de suave calambre.
-Puky, Puky..
Era él. No lo había visto ni oído acercarse; claro que los gatos, como todos los felinos, son sigilosos y muchas veces parece que juegan a esconderse de su amo: “pero si estaba hace un segundo en el sofá”.” ¿Dónde se habrá metido?”
Lo cierto es que Puky corría escalera abajo a toda leche y que si no reaccionaba y el portal estaba abierto, que lo estaría como todos los días mientras la portera hacía la limpieza, se me iba a perder en cuanto saliera a la calle.
Bajé la escalera en segundos.
-María. ¿Ha visto..?
-Si. Ha pasado como alma..
Dejé a la mujer con la palabra en la boca. Miré hacia ambos lados de la avenida y a unos trescientos metros a la derecha, Puky estaba haciendo tranquilamente sus necesidades en el hueco de tierra que rodean los arboles que se plantan en la acera. Esprinté todo lo que pude –sin calentar- y sentí un pequeño tirón en el recto que no me impidió seguir corriendo.
Será cabrón. Tantos años haciendo lo mismo, todas las mañanas sin moverse del sofá, siguiéndome con la vista desde su duermevela perezosa, y hoy se le ocurre hacerme esto. ¿Se habrá cansado de mí? ¿Tendrá ganas de juerga? De juerga , juerga , no que está capado. Ya sé lo que le ha pasado : quizá sean las ansias de libertad. Pero que gilipollez estás pensando. Si ya su hábitat “natural” es la casa (si tuviera que buscarse la vida por los tejados del pueblo como otros congéneres no duraba ni una noche)
Bueno, lo cierto es que estaba a quince metros y en cuanto lo tuviera en los brazos le regañaría y le daría un buen tirón de orejas. En adelante tendría más cuidado con la puerta.
-Puky, Puky.
Cuando casi iba a cogerlo se me quedó mirando con una indiferencia que me hizo daño, dio media vuelta y cruzó la calzada a todo trapo entre los coches que a punto estuvieron de atropellarlo. Se internó en el parque y lo perdí de vista.
-Perdón. ¿Ha visto usted un gato suelto?
- No.
¿Cómo se me ocurre preguntarle por un gato a un tío que a estas horas está paseando a su perro? Seguro que odia a los gatos.
Seguí corriendo sin rumbo por el camino de tierra cuando oí unos ladridos lejanos. Algún perro lo ha visto, seguro. Aceleré al máximo y efectivamente en la dirección que el perro ladraba casi arrastrando a su amo vi –ya estaba amaneciendo- su cola desaparecer tras un seto. Cruzó la calzada de nuevo y salto un muro que partía la ciudad en dos. A este lado del parque la gente y la vida eran muy distintas. Al otro la ciudad recordaba a Beirut. Crucé la calzada jugándome la vida entre los coches y franqueé el muro por una pequeña escalera que salvaba el desnivel. Las calles eran estrechas y tortuosas, las casas viejas y algunas en ruinas y deshabitadas. Mi carrera vertiginosa se había trasformado en un trote lento y monótono pero seguía escudriñando tras los recovecos y las esquinas, cada vez con menos esperanza de encontrar a Puky-
Andaba al ralentí convencido de que había perdido a Puky para siempre. En medio de aquellas calles desiertas, sucias y abandonadas, me vinieron a la mente las siestas en el sillón del cuarto de estar con Puky desmadejado sobre mi panza - para él la mejor cama del mundo-, subiendo y bajando al compás de mi respiración y totalmente abandonado al placer de descansar; recordé el calor de la vida que mutuamente nos dábamos a falta de otros mejores y la muda compañía sin la interferencia de las palabras. En fin, con toda propiedad podía decir que Puky había contribuido a que lograra alcanzar esas pequeñas dosis de felicidad a las que podía aspirar en mi situación.
Unas voces y risas estridentes me sacaron de mi ensimismamiento. Doblé la esquina y, tras la cancela de hierro que trataba de proteger la entrada al portal de una casa abandonada, vi un grupo de jóvenes con mala pinta bebiendo cerveza y fumándose unos porros. Por un segundo fui consciente del peligro pero decidí actuar con naturalidad.
-Hola. Buenos días. ¿Habéis visto un gato por aquí?
-Pero, tío, por aquí hay miles de gatos.
Mi interlocutor sonreía y miraba a sus compinches buscando su aprobación.
-Es rubio con rayas y tiene los ojos azules.
-Joder, macho, ni que estuvieras hablando de Brad Pitt. No hemos visto ningún gato tan guapo, pero estamos viendo tu peluco que nos gusta mucho más.
Al momento corría calle abajo a toda velocidad y oía las voces de aquellos elementos gritando improperios y blasfemias cada vez más lejanas. La borrachera que llevaban se había convertido en mi aliada impidiéndoles reaccionar. Me sentí a salvo cuando ya casi me faltaba la respiración, y me permití moderar la carrera hasta recuperar un paso vivo con el que me fui alejando de aquella zona.
Superado el peligro, mi mente viajó a la “hora feliz”. Llamaba así a un momento que solía coincidir con el fin del telediario de la noche, en el que Puky abandonaba su letargo diurno y empezaba a dar carreras por el salón y a saltar, maullando de vez en cuando, como si estuviera persiguiendo a una presa en plena sabana. Yo me levantaba del sillón, corría tras él y él me esquivaba en un juego que nos hacía descargar la adrenalina acumulada durante el día. En realidad era una hora feliz para los dos que, a nuestra ya provecta edad, nos comportábamos como los cachorros juguetones de los documentales de felinos.
--Guau, guau, guau..
Al oír los ladridos ansiosos de un perro, algo se removió en mi interior y aceleré el paso al compás que se renovaba mi esperanza de encontrarlo. Desemboqué en una pequeña plazuela que como único adorno, tenía un árbol raquítico y seco en el centro. Y allí estaba el can mirando hacia arriba y ladrando sin percibirse de mi presencia. Y allí estaba Puky en una rama ,bufado, intentando hacer frente a aquella bestia. Sin pensarlo me acerque por detrás y le di una patada al perro en el lomo que le hizo correr despavorido. Al mismo tiempo Puky saltó del árbol y buscó la salida en dirección contraria.
-Puky, Puky.
Sería el instinto de conservación. Aunque a veces me pareciera que entendía lo que le decía, Puky era un ser irracional y no podía evaluar que, si el perro corría a toda velocidad calle arriba y el permanecía donde estaba, el peligro para su integridad se diluiría como un azucarillo. No pudo o quizá no quiso darse cuenta de que allí estaba su salvador y amigo dispuesto a protegerlo de todo mal. Al contrario, se alejó como alma que lleva el diablo calle abajo como si yo formara parte del ejército atacante.
De nuevo el pesimismo se apoderó de mí y empecé a descender hacia mi barrio residencial y moderno desde la ciudad alta que los primeros rayos de sol habían transformado en un poblado mediterráneo típico y tópico. La calle por la que bajaba desembocaba en perpendicular en otra que corría paralela al muro que encajonaba la avenida que delimitaba el gran parque urbano que dividía la ciudad. Me encontraba a no más de cincuenta metros del muro cuando oí el chirrido de un frenazo seguido del ruido de varios golpes en cadena y, sin saber porqué, me temí lo peor. Corrí como un poseso y vi al asomarme tres conductores que se habían bajado de los coches y discutían a gritos. Y allí debajo de las ruedas delanteras del coche que había provocado el accidente, estaba Puky tendido, inerte, con un hilillo de sangre saliéndole por la naricilla blanca. Salté sin pensar en la considerable altura del muro, y cojeando me metí en la calzada sorteando los coches que pretendían seguir su camino bordeando los que habían quedado detenidos por el impacto. Me arrodillé en el asfalto y lo cogí en brazos gimoteando. El conductor que había provocado el accidente al intentar esquivar a Puky se volvió airado hacia mí:
-Eh, tu, cabrón, ¿el gato es tuyo, verdad? Te va a costar un pastón reparar los coches.
- No es mío.
-¿Cómo que no? Pero si estás llorando como una Magdalena.
- Es que me dan mucha pena los animales que matan los coches.
-Y una leche. Es tuyo.
Me encaré con él y con los demás conductores que se habían acercado.
-Te he dicho que no. Soy miembro de una asociación de defensa de animales abandonados y punto.
Aquella respuesta pareció conformarle y yo aproveché para desaparecer por el parque con Puky en brazos. Lloraba como un chiquillo al que se le hubiera roto su juguete. Ya no había solución. Puky estaba muerto y bien muerto y yo había perdido a mi compañero de soledades y nostalgias.
De repente vi que, por un segundo, abría el parpado derecho aunque, al instante, lo volvió a cerrar en lo que a mi pareció un guiño de vida. ¿No dice el refrán aquello de “siete vidas tiene un gato”?
Lo había negado por tres veces como San Pedro pero lo cierto es que Puky era mío, estaba conmigo y vivía. Las lágrimas de desesperación e impotencia, en un momento, se habían convertido en lágrimas de alegría. ¡Puky, te quiero!