sábado, 21 de junio de 2008

RECUERDOS

Os dejo un pequeño relato inspirado en hechos vividos en mi familia.

RECUERDOS









El utilitario se desplazaba con lentitud por la carretera plagada de curvas que conectaba la moderna autovía con el pueblo. Desde que quedaban atrás los últimos picos de la Sierra Nevada almeriense, el paisaje empezaba a cambiar. Las tierras cuajadas de olivos y el frescor de los huertos de frutales y hortalizas cerca del río hacían ver que el agua, aunque no fuera abundante, no faltaba en aquellos parajes. Pero cuando la autovía se adentraba en el último desierto de Europa, la pizarra y el esparto se adueñaban del paisaje y los escasos árboles que salpicaban la llanura parecían esqueletos sin carne, encogidos, raquíticos y secos.
--- Cristina, no te preocupes. El abuelo estará igual que la semana pasada. Lleva tiempo así. Nos hemos acostumbrado ya a lo más duro. Fue tremendo la primera vez que te confundió con tu madre; verlo ensimismado, con los ojos perdidos, y de pronto, sin ninguna razón, rompiendo a llorar como un chiquillo; o cuando, furioso, intentó pegarle a tu madre o abrir la puerta de la casa que tu padre mantenía cerrada para que no se escapara. Hasta lo más duro, cuando se hace rutinario, se puede soportar.
--- Lo sé, Angel. Solamente me preocupan dos cosas: el no saber si el abuelo sufre y hasta cuando va a aguantar mi madre. ¿No te das cuenta de que se está quedando como una pasa, demacrada y con bolsas en los ojos?
--- Cariño, nadie puede hacer más de lo que hacemos por él.
--- Si, todos tenemos la conciencia tranquila. A mi me remuerde un poquito por ti. Llevamos muchos fines de semana viniendo al pueblo sin pensar siquiera en un viajecito, aunque sea corto. ¡Con lo que te gusta viajar! Te prometo que ….
--- No tienes que prometer nada. Tenemos tiempo por delante, justamente lo que ellos no tienen.
El coche, tras dejar la carretera, se adentró por calles estrechas y tortuosas y se detuvo en la puerta de la casa que, durante doscientos años, había sido de la familia.
--- Hola mamá, ¿Cómo estás?
--- Tirando, hija, tirando.
--- ¿Y el abuelo?
--- Como siempre en el despacho. Ya va siendo hora de acostarlo. Le he dado la cena y las medicinas y estaba esperando a que llegarais. En cuanto le des un beso, lo llevo a su habitación.
Cristina abrió la puerta del despacho y lo encontró en su sillón, de espaldas a la entrada, mirando por la ventana a la calle por la que ya a esas horas no pasaba nadie. No hizo ningún movimiento. Sólo cuando Cristina, desde atrás, le rodeó el cuello con sus brazos y le estampó un sonoro beso en la mejilla, esbozó una sonrisa.
--- Abuelo, es hora de acostarse.
Lo cogió de las manos y lo encaminó, pasito a pasito, al dormitorio. Su madre la ayudó a desnudarlo y a meterlo en la cama. Apagaron la luz y, al salir de la habitación, su madre cerró la puerta con llave.
--- Es mejor así.


El día, como casi siempre, amaneció radiante en aquel pueblo del Sur. Cristina saludó a sus padres que ya estaban levantados y, sin saber porqué, se dirigió al despacho del abuelo. Contempló la librería de nogal macizo y pensó que algún día se la llevaría a su casa. Albergaba libros de las mas diferentes materias: Historias bélicas, tratados de derecho, poesía, las obras completas de Blasco Ibáñez, y le llamaron especialmente la atención diez grandes volúmenes, que por su vetustez, quizás pertenecieran a la primera edición de la “Historia del Padre Mariana”. Abrió la portezuela de uno de los armaritos que constituían la base de la librería y removió la montaña de papeles que tenía ante si. Recibos, libros de contabilidad de las explotaciones agrícolas de la familia, cuadernos escolares…. De la balda del fondo tomó un cuaderno de tapas de cartón y hojas cuadriculadas que le llamó la atención precisamente porque no tenía en su exterior ninguna referencia a su contenido. Lo abrió y justo en el centro de la primera hoja, en letras mayúsculas, encontró una sola palabra: DIARIO.
Picada por la curiosidad, se sentó para estar más cómoda. Pasó la primera hoja y encontró la primera anotación:
“Hoy hemos ganado la guerra; pero, ¿hemos vencido algunos o hemos perdido todos?”
La letra indudablemente era de hombre; una letra perfecta, cuadrada, uniforme, que denotaba el buen pulso de su autor. Por la referencia tan personal a la guerra no podía ser nada más que del abuelo. El abuelo, joven maestro entonces, participó en ella como alférez provisional, en el lado de los nacionales. Tras la rotundidad de la primera frase que denotaba el orgullo de haber contribuido a la victoria, le llamó la atención la última expresión interrogativa. Indudablemente translucía un viso de duda subjetiva sobre lo ocurrido en aquellos años en los que España se partió en dos.
Ayudado por su hija el abuelo entró en el despacho y, cuando vio sentada a su nieta con el cuaderno entre las manos, un desasosiego inexplicable se apoderó de él. Movía la cabeza de un lado a otro, entre el torrente de palabras sin sentido que salía de su boca, sólo una se entendía con claridad: “No, No, No”, repetida una y otra vez.
--- De vez en cuando se pone así, sin saber porqué.
Su hija lo sentó en el sillón como si fuera un cojín que encontraba su natural acomodo.
--- Mamá déjame con él. Vete a hacer lo que tengas que hacer y yo procuraré calmarlo y distraerlo.
--- Gracias hija. Al menos los fines de semana que venís puedo desentenderme un poco de tu abuelo y descansar algo.
Lo decía casi con vergüenza, con un sentimiento de culpa que no tenía para Cristina ningún sentido.
Cristina se levantó y le dio un beso que lo tranquilizó. Se volvió a sentar enfrente de su abuelo y comenzó a hacer como que leía el cuaderno que tenía entre las manos.
“En el primer discurso tras la victoria, Franco ha prometido la reconciliación entre todos los españoles. Los que han perdido la guerra serán amnistiados y podrán reincorporarse a sus actividades, volver a sus pueblos y ciudades y reencontrarse con sus familias…Nuestra patria será una patria de paz y…...”
Le había costado mucho esfuerzo decir lo que acababa de decir. A una militante comunista, de formación marxista y sindicalista de primera línea en el hospital en que trabajaba, tergiversar la historia de esa manera le dolía aunque el único destinatario de su narración fuera un anciano que no sabía siquiera si estaría entendiendo lo que oía.
Pero lo cierto es que la expresión del abuelo cambió y su rostro, adusto y triste, se vio inundado por una sonrisa apenas esbozada.
--- Abuelo, hoy vamos a salir a la calle a pasear. Hace un sol maravilloso.


Cada fin de semana, se volvía a repetir la historia. Como en un rito religioso, periódico y obligado, Cristina iba desgranando la vida de su abuelo a partir de aquellas notas de su propio puño y letra. Cuando observaba algún apunte que denotaba dudas de conciencia sobre la actuación de su abuelo, edulcoraba su propia narración, tratando de ponerse en el lugar y la situación que él había vivido, y desarrollándola en el sentido mas proclive a la concordia. Cuando las anotaciones expresaban vivencias felices, su narración las amplificaba e intensificaba, deteniéndose en la descripción de aquellos momentos con todo lujo de detalles.

“Hace ocho meses que llegué a este pueblo y puedo decir que todo va mejor de lo que era de esperar en estos años tan convulsos. Creo que he encontrado a la mujer de mi vida. No puedo negarme a mi mismo que Pepita me gusta. Es una mujer de cuerpo entero y de alma transparente. Aunque no sea fácil por la oposición de su familia, será mi mujer.”
Cristina sabía que la mujer de su vida, había sido la abuela Pepa. Los había visto felices en las fotografías en blanco y negro que poblaban la casa, de recién casados, y con su madre en brazos.

“Pepita me dio el sí en la feria, en el casino. Cuando la saqué a bailar un pasodoble, se me quedó mirando con aquellos ojos azules clavados en los míos, sin bajar la mirada ante mi uniforme como había ocurrido con otras muchachas del pueblo.
--Sr. Teniente, ¿Qué intenciones trae usted?-- Todavía me sonrío cuando recuerdo aquella insolente pregunta que quería acotar el terreno de nuestra relación. Qué intenciones iba a tener con aquel lujo de mujer. La quería para mí, toda entera, desde la cabeza a los pies; quería su pelo rubio como la mies, sus labios rosados y prominentes, sus pechos erguidos, sus caderas rotundas, sus muslos fuertes… y quería, sobre todo, su alma y su corazón; quería que mis hijos fueran suyos y……”
Los ojos hundidos del abuelo parecían cobrar vida y perderse, no en el infinito, sino en un lugar y en una época en la que había sido completamente dichoso, como si hubiera logrado perforar el túnel del tiempo y retroceder a su particular reino de la felicidad.
--- Abuelo, vamos a pasear por el jardín.


“Hoy ha venido al mundo mi hija María. Todo ha ido bien. Es preciosa, como su madre”

Cristina volvió la cara hacia la estantería buscando la inspiración en una fotografía en la que aparecía su madre sentada sobre las rodillas del abuelo, intentando cogerle el mostacho.

“María está preciosa. Es un ángel rubio que siempre esta riendo. Cuando oye la llave en la cerradura, sale a recibirme, corriendo, casi a trompicones, hasta que se me abraza a las piernas. Cuando la tomo en brazos y la lanzo hacia arriba no deja de reír. A su madre y a mi nos dan las tantas viéndola dormir en su cunita. Es un regalo del cielo esta niña…”
El abuelo, dirigiéndose a ella, balbuceó “María, María”. No sabía si la estaba confundiendo con su madre, pero daba igual. Cristina sabía, porque cuando era una adolescente se lo había dicho, que sus tres mujeres (sus “tres Gracias” las llamaba) eran lo más importante de su vida. Cristina recordó su infancia feliz en aquella casa, con la imponente figura del abuelo, grande y fuerte, pero cariñoso y cercano, inundándolo todo.
--- Abuelo, hoy pasearemos por el patio. Hace mucho viento para salir a la calle.


No había podido salir antes del hospital. Las guardias en urgencias eran complicadas y no resultaba fácil buscar, de improviso, una compañera que la sustituyera. Cuando acabó su turno a las tres, Martín la estaba esperando en la puerta con el coche en marcha. Durante el viaje, aunque apenas hablaron, Cristina sentía la cercanía y el apoyo de su marido.
Al entrar en la habitación le llamó la atención la expresión beatífica de la cara del abuelo que mantenía su dignidad aun después de haberse ido. Se fundió en un abrazo con su madre y lloraron desconsoladamente durante unos minutos, apretándose, notándose juntos sus cuerpos y sus almas.
--- Hija, ha muerto sin darse cuenta.
La gente, como era habitual, iba llenando la casa para dar el pésame a los familiares del difunto. Cristina se escabulló y buscó refugio en el despacho. Cerró la puerta, tomó el diario del abuelo que la había ayudado a hacerlo feliz, y volvió a leer la última anotación, hecha cuando ya el abuelo empezaba a perder el sentido de la realidad:
“Siento que me estoy perdiendo. Si pudiera conocer el preciso momento en que traspase la barrera que me impida volver, en ese mismo instante, me pegaría un tiro. No quiero que sufran por mi”
Evidentemente el abuelo no se había dado cuenta del momento en que cruzó la línea sin retorno.



Nota del autor: A mi madre que nos dejó pronto, envejecida por el alzheimer, perdida en su infancia, confundida en las sensaciones (tenía hambre cuando acababa de comer) y en los sentimientos (a veces, parecía odiar a quienes más la querían). Y a mi padre que estuvo a su lado hasta el fin.

lunes, 16 de junio de 2008

LA CARRERA

LA CARRERA



Iba con el tiempo justo y, aunque podía habérmela jugado e intentar llegar a mi destino sin repostar, se impuso la cordura que es mi compañera habitual, aunque algunas veces se me pierde en algún recodo del camino, y entonces soy capaz de realizar las acciones más heroicas o las más abyectas. En éstas estaba, y por fin, decidí llenar el depósito de mi coche antes de iniciar el viaje que hacía con frecuencia desde que la multinacional “ Granada´s Properties” me había nombrado secretario de su Consejo de Administración. Si no había atascos a la entrada de Granada, una de las Ciudades más bonitas del mundo, a las diez en punto estaría sentado en la mesa de la sala de reuniones, justo a la derecha del Presidente de la compañía.
Entré en la gasolinera, por inercia, con la cabeza puesta ya en la reunión y analizando los diversos puntos del orden del día que íbamos a tratar. Como un autómata paré el vehículo frente al surtidor de gasóleo, cogí la manguera sin ponerme el odioso guante de plástico que evita que te ensucies las manos pero que te provoca sensación de dentera y pérdida de sensibilidad, y comencé a llenar el tanque. Apoyé el codo en la parte del maletero más cercana a la boca del depósito, curvando el tronco hacia un lado y hacia delante, como si la articulación del brazo fuese capaz de sustentar el peso del tren superior de mi cuerpo, liberando las piernas de ese cometido. Estaba haciendo la operación con la atención suficiente como para controlar la entrada del carburante y evitar que se pudiera derramar al colmarse, pero mi mente repasaba argumentos, buscaba expresiones convincentes y adelantaba respuestas a las hipotéticas preguntas que los consejeros, a buen seguro, me harían.
El entorno de la estación de servicio, ya conocido, se me mostraba claro pero inerte; lo percibía como si fuera de juguete y las personas que deambulaban de un lado a otro como muñequitos de plástico que venían con el producto para que los niños pudieran moverlos a su antojo ( los coches, los empleados, los clientes..)
Levanté un momento la cabeza y, en medio de aquella visión fotográfica, estática, que mi mente había recreado, de pronto, saliéndose de sus contornos carcelarios, irrumpió ( sí, creo que es la palabra adecuada) en el lugar la vida misma.
Caminaba desde las casetas de lavado hacia un BMW negro aparcado justo unos metros delante del mío, una mujer de bandera, una mujer 10. Si estuviera conmigo mi amigo Luís, estoy seguro que esta vez sí que hubiéramos coincidido en la puntuación. Recordé los días de playa en Maspalomas, más jóvenes entonces, cuando nos lo pasábamos de puta madre, paseando los ocho quilómetros de arenal que separaban San Agustín del faro. Nos dedicábamos durante el paseo a “calificar”, como jurados de un concurso de belleza, las mujeres con las que nos cruzábamos o que permanecían tumbadas tomando el sol. En aquella playa tan internacional encontrábamos un muestrario completo de las distintas clases de belleza femenina: nórdicas, mediterráneas, árabes, negras y canarias de ascendencia guanche…. Estadísticamente habíamos llegado a la convicción de que las indígenas eran las más bellas.
Luís era mucho más benevolente que yo en las puntuaciones, pero estoy seguro de que, si estuviera aquí, ambos hubiéramos dado matricula de honor a aquella Venus blanca.
Era una mujer de mediana estatura (no como esas modelos anoréxicas de uno ochenta que salen en los telediarios), con esa clase de curvas que le transmiten al macho de la especie que esa hembra es apta para la reproducción y a los hombres, además, que pudiera ser una fuente inagotable de placer.
Su paso era firme, su balanceo evocador, su cara levantada y desafiante. Ella sabía lo que era y lo que representaba para los hombres. Ceñía (gracias “ñ”, tanto tiempo ninguneada, que en este contexto me permites evocar el ruido que producimos cuando queremos comernos un manjar delicioso), ceñía, digo, su cuerpo con unos pantalones o mayas o que sé yo, negros y elásticos, de esos que se ponen las mujeres cuando quieren ir desnudas por la calle. La blusa, negra también y brillante, era tan corta que dejaba ver su ombligo, el vientre (bendito el vientre de la mujer, incluso antes que su fruto, - perdón se me ha venido a la cabeza mi educación religiosa-) y el arranque de las curvas que alcanzan la máxima distancia entre sí en las caderas. Por arriba los botones desabotonados, no cumplían su función de tapar, sino que sugerían donde desembocaría aquél canalillo blanco- rosado y suave. ¿Cómo puede uno sentir la suavidad sólo viendo y no tocando? No os lo he dicho, era rubia, aunque me pareció que de bote; pero, en fin, el color del pelo no era lo más importante, aunque hacía de contrapunto a su vestimenta obscura.
Había comenzado a secar el coche con ese papel continuo que te dispensa una máquina y que lo mismo sirve para secarte las manos, recoger la vomitera del niño o el semen del padre ante la urgencia de echarle un polvo a su mujer en el coche aprovechando que los pequeños se han quedado con la abuela.
Es increíble lo que te puede sugerir ver a una mujer como ella, secando el coche. Con fuerza, con la misma que desprendía todo su ser, apretaba el papel secante en la superficie del coche describiendo con las manos movimientos en círculo que, no sé como, se trasladaban al trasero, casi en popa por la inclinación de su cuerpo hacia delante, componiendo una danza del vientre que no había visto ni en Egipto, ni en Túnez ni en ningún otro lugar. Los pechos pugnaban por salirse de la blusa (me parece, creo que lo consiguieron, o no), queriendo también realizar su aportación a aquel espectáculo.
No quiero entrar en más detalles. Lo cierto es que del depósito colmado se derramó el gasoil pringándome toda la mano. Corté el flujo entre imprecaciones y puse la manguera en su sitio sin dejar de mirar hasta que el claxon del siguiente de la cola me apremió. Fui a pagar y, al volver a mi coche, ella se disponía a entrar en el suyo, no sin antes dedicarme una sonrisa. ¿Se habría dado cuenta de lo que me había pasado? Seguro que si. Arrancó como alma que lleva el diablo, y sin saber porqué, yo hice lo propio. El torrente circulatorio se detuvo y mi coche quedó detrás del suyo. Hacía ella cómo que se miraba en el espejo retrovisor, pero yo sabía que me observaba. Yo fingía trastear la radio pero ella era consciente de que mis ojos perforaban su nuca.
Al entrar en la autovía aceleró de tal manera que casi la perdí. Apuré el acelerador y volví a colocarme justo detrás. Decidí pasarla y lo hice en un momento de indecisión por su parte, pero jugándome la vida con un camión que venía de frente.
¡ POOOO! ¡ Cabrón!
Desde luego para aquél pobre camionero era no sólo un cabrón, sino, además, un asesino. (Ya os dije que de vez en cuando se me esconde la cordura). Me relajé, pero al momento la tenía pegada al culo. Completamente picados repetimos los adelantamientos suicidas. Nuestros coches participaban en la carrera como corceles espoleados por sus jinetes que fueran conscientes de lo que se les exigía.
Desde el alto que habíamos coronado casi a la par, ya se divisaba Granada.



Estábamos los dos allí, en el lujoso vestíbulo del Hotel Santa Paula. Al ver su coche negro en la zona de parada del hotel a punto de ser conducido al garaje por el mozo vestido de librea, el corazón me dio un vuelco. Aparqué y le di las llaves a otro mozo para que retirara el mío.
¿Señor, no trae equipaje?
--No. Sólo tengo que coger el portafolios.
Tomé ese híbrido nuevo, algo mayor que el portafolios habitual, que te permite llevar, además de los documentos, el pijama, algo de ropa interior y los útiles de aseo. Subí apresuradamente la escalera de acceso y allí estaba ella, inclinada sobre el mostrador. (Dios, otra vez el trasero en semejante posición)
Cuando me acerque para que me atendiera otra recepcionista, volvió la cara hacia mí con una sonrisa entre picara y burlona.
¡Es usted, otra vez usted!
--Si.
Mi cara de imbécil debía ser de órdago a la grande. Ella tomó la iniciativa al instante tratando de salir del punto muerto en el que estábamos.
--Ha sido una experiencia muy divertida. Creo que se merece usted un premio.
Acercó sus labios a mi oído y su olor impregnó mi cerebro sin siquiera pasar por la pituitaria.
---Habitación 222.
Me quedé pasmado, inmóvil, mientras ella entraba en el ascensor con otros huéspedes. La recepcionista me sacó de mi letargo.
--¿Señor?
Cumplimenté los trámites y pensé en tomarme una copa pero finalmente decidí no esperar más.
Toqué suavemente y al momento San Pedro, transfigurado en Diosa, me invitó a entrar en el cielo.
Me aproximé a ella con decisión, pero se me alejaba hacia atrás parándome con las palmas de sus manos sobre mi pecho y sonriendo. Por fin, la abracé, la estrujé contra mí y le encontré su boca que ya buscaba la mía. Impulsada por sus manos la chaqueta cayó al suelo; con urgencia me iba desabotonando la camisa, y cuando yo hice ademán de quitarme la corbata me lo impidió apretándola en torno a mi cuello. Yo me apliqué a quitarle la blusa con tal nerviosismo que no conseguía quitarle un solo botón. Fue ella la que lo tuvo que hacer. Después desabrochó mi cinturón, bajó la cremallera y los pantalones se me cayeron a las pantorrillas. Tiré de sus mayas hacia abajo y con su ayuda logré desprenderlas. (no llevaba bragas la muy puta. No, si ya lo decía yo.) Mordisqueaba mis tetillas e iba descendiendo por el abdomen, el ombligo..La levanté desde el suelo donde se encontraba casi en cuclillas, y abrazándonos y besándonos, la encaminé hacia la mesa-escritorio de la habitación en la que la senté en un solo movimiento con una fuerza que creía no tener. En el recorrido estuve a punto de caerme un par de veces con la mierda de los pantalones que solo me permitían dar pasitos cortos de nazareno hasta que por fin me los quité. Ella enroscó sus piernas en mi cintura, pero, incluso de puntillas, mi verga no llegaba a su punto vital. Así es que la tomé de nuevo por debajo de los muslos y la llevé hasta la cama. Al intentar ponerme sobre ella, se apartó con un rápido movimiento y fue ella la que cabalgó sobre mí agarrada de mi corbata. Ya dentro de ella mis pulsaciones se dispararon, de mi garganta surgían gemidos profundos y roncos de felino, el ritmo acompasado de nuestros movimientos estaba a punto de producir su efecto final…..





La luz tenue de la habitación apenas permitía distinguir los objetos. María estaba preocupada por la extraña noche que su marido había pasado en el hospital después de haberle reducido tres fracturas y operado de urgencia para aliviarle la tensión craneal tras el accidente. Iba a llamar a la enfermera en el momento que observó que habría los ojos.
--Juan, cariño, que mala noche has pasado. ¿Qué es lo que te duele?
Le tenía la mano cogida intentando trasmitirle su afecto y darle ánimos.
--Me duele todo, cariño. Pero, siento algo extraño a la altura de la pelvis.
María, asustada, con un enérgico movimiento echó la sábana y la manta hacia un lado, en su afán de constatar aquella rara sensación de su marido.
--¡! Juan, te has corrido!!
-- Cariño, serán los efectos del despertar de la anestesia.

miércoles, 11 de junio de 2008

La Cola

Os dejo un divertimento que escribí hace poco:



--- El siguiente……..El siguiente……El siguiente..

La buena señora, no sabía como rellenar el impreso y no paraba de preguntar al funcionario, que intentaba explicárselo, exhausto, y cada vez menos convencido de lograrlo.
El personal variopinto que serpenteaba entre las cuerdas moradas que delimitaban inexorablemente el camino a seguir, comenzaba a impacientarse.
--- ¡Que barbaridad! A este paso nos dan aquí las tantas.
El joven, en el último tramo ya de su juventud, alto y bien parecido, no pudo evitar hacer en voz alta un comentario sobre lo frustrante de la situación, como si hacerlo fuera a aliviar su tensión.
La joven, bella y sensual, que tenía delante y que contribuía a hacer mas llevadera la espera, volvió la cabeza hacia el muchacho.
--- Tenemos por delante, cuatro abuelas más, un gestor que, seguro, lleva más de un asunto que tratar, y varios enterados que, por sus comentarios, tardarán más en dar las quejas que en presentar los impresos.
--- ¿Quieres un café?
--- Porqué no.


--- ¡Dios mío! ¡Que cola más larga!
--- Es toda para ti.

Queridos amigos del Mundo Virtual

Queridos amigos del mundo virtual: Mi primera entrada es para haceros llegar una esperanza, bastante remota por cierto. Espero que no me pase lo que me ocurrió con otro espacio que puse en marcha: despues de tres años, por el sitio no apareció ni Dios. Es increible lo comunicado que "puedes estar" y lo "solo" que te puedes encontrar en este mundo casi mágico. Si alguien pasa por aquí y se muestra, como los espíritus, le estaré eternamente agradecido.
Soy un hombre en la cincuentena al que no le ha ido mal en la vida.