jueves, 9 de abril de 2009

CROILO

CROILO


El silencio y la oscuridad se habían adueñado de la Villa. Poco antes de la medianoche nadie transitaba por las calles. Los borrachos que apuraban su última copa en los mesones sabían que, a partir de las doce, deambular por el poblado en su estado podía acabar dando con sus huesos en el calabozo municipal.
En la tortuosa calle en la que se agrupaban los talleres de relojería de la ciudad, sólo una casa presentaba signos de alguna actividad. Una luz tenue que apenas podía verse a través de las contraventanas descendía lentamente desde la planta alta a la baja, haciéndose algo mas intensa cuando su portador pasaba frente a los huecos que durante el día proporcionaban luz natural a la escalera.
Como todas las noches desde hacía más de sesenta años, el viejo maestro relojero bajaba antes de acostarse al taller para hacer su último trabajo de la jornada. La afinada y monocorde orquesta bien pareciera que estaba esperando a su director, cuya misión no era cambiar los registros del sonido o acompasar los acordes, sino darles su impulso para que ningún instrumento decayera un segundo y pusiera en peligro la melodía que, en su concepción del mundo, no podía detenerse ni un instante.
Cuando la luz del quinqué comenzó a desperdigarse por la estancia, la escasa vida que poblaba el taller se puso en movimiento: los ratoncitos se cruzaban en carreras alocadas de un lado a otro, rozándole los pies al maestro; las pequeñas arañas se desplazaban por los estantes con paso lento y señorial; y hasta las salamanquesas refugiadas detrás de los relojes de pared, daban un corto sprin para detenerse sobre la pared, ya solo protegidas por su mimética quietud.
Comenzó por los relojes más pequeños que descansaban sobre las estanterías y terminó ayudándose de una pequeña escalera para alcanzar los de pared. Procedía a limpiarles el polvo con una bayeta y a darles cuerda hasta llegar al tope del mecanismo. Terminada su tarea, la oscuridad se adueñó de aquel mundo nocturno pero la vida seguía allí, envuelta en el silencio monocorde del tic-tac de los relojes.
Cuando afrontaba el último tramo de la escalera, una fatiga asfixiante a la que esperaba desde hacía años, se le instaló en el pecho y apenas alcanzó el maestro a desnudarse y meterse en la cama.


El pueblo entero se había concentrado en la iglesia para despedir al maestro que era tenido en la comunidad por hombre sabio y trabajador, de buenas costumbres y conocedor de su oficio.
En primera fila la familia, la poca familia que le quedaba, seguía el funeral como ausente, cumpliendo el trámite que imponía la tradición. Solamente Croilo, un adolescente de doce años nieto del maestro, seguía con atención la homilía. El Párroco, revestido con una casulla roja y dorada, trataba de hacer llegar a la concurrencia la doctrina de la Iglesia sobre la muerte como un tránsito a la vida eterna, como un día de alegría para los que comparten la fe. De vez en cuando salpicaba el discurso de alusiones a las virtudes del hermano que, con toda seguridad, estaba ya en presencia de Dios.
--- Nuestro hermano, con sus obras en esta vida, se ha ganado el descanso para toda la eternidad, allí, donde no existe el tiempo, ni el sufrimiento, ni las pasiones, sólo la contemplación beatífica de la Divinidad.
A Croilo que adoraba a su abuelo no le gustaba lo que estaba oyendo. Sabía, porque el anciano se lo había explicado desde que tenía uso de razón, de su obsesión porque los relojes del taller no parasen nunca.
---Croilo, mientras los relojes estén marchando, la vida continuará.
Terminada la ceremonia, su padre y él mismo, recibieron el pésame de los vecinos que les estrechaban la mano como autómatas. Al volver del cementerio su padre le rodeaba los hombros con el brazo como si se apoyara en él.
--- Padre, al abuelo no le debe gustar estar en ese sitio que ha dicho el cura, en la eternidad; debe ser un sitio muy aburrido.
--- No digas eso donde te puedan oír, pero, sí, llevas razón. Al abuelo lo que le gustaba era vivir, aunque todos tengamos que morir algún día. Para el abuelo la vida éramos tu y yo y puky, nuestro perro, y todos los animales y cosas que nos rodean. No está en la eternidad como dice don Julián, sino en la vida, contigo y conmigo.
La vida es cambio, evolución, transformación y, desde luego, ese concepto de eternidad estática no comulga bien con su pensamiento en el que el tiempo era una apreciación subjetiva de la realidad en continuo progreso. Mientras alguien tenga la capacidad de percibirla, la vida seguirá. Bueno, Croilo, no se porqué te cuento estas cosas que tu no puedes entender.

Una sombra pequeña y frágil descendía por la escalera. Cuando la tenue luz del candil comenzó a desvirgar la oscuridad de la habitación, no se oía ni un ruido ni se apreciaba un solo movimiento. Todo permanecía inerte. Croilo comenzó a hacer lo que había visto hacer a su abuelo una noche en la que no podía conciliar el sueño y lo siguió sin que se diera cuenta. Comenzó a dar cuerda a los relojes de los estantes y terminó por los de pared. La orquesta se fue poniendo en marcha siguiendo la batuta del joven director. Los pequeños seres vivos salieron de su letargo y la vida se hizo presente de nuevo, renacida, en el taller del viejo maestro.