viernes, 10 de octubre de 2008

DECISION

DECISION




La idea se le había instalado en la cabeza y no lo abandonaba. En los últimos días, cuando estaba en el trabajo, se le yuxtaponía a lo que en ese momento estuviera pensando, estudiando o escribiendo. Interfería en las conversaciones, haciéndole perder el hilo y dejándolo con cara de idiota ante sus interlocutores. Incluso cuando hacía el amor le producía un cortocircuito en las conexiones neuronales responsables de hacerle llegar al cerebro la percepción de sus sentidos.
---No te preocupes cariño.
No, no lo preocupaba el que no pudiera conseguir una erección satisfactoria. Eso era algo accidental e incidental. Lo esencial y verdaderamente importante era decidir si haría o no lo que podía hacer, aunque no tenía ninguna necesidad de hacerlo. Cuando no te quedan más cojones que hacer algo, realmente no decides.
Se levantó sin hacer ruido (serían las doce y media). Salió desnudo de la habitación con las zapatillas deportivas en las manos y de puntillas atravesó el pasillo. Dejó atrás las habitaciones de sus hijos y cruzó el salón tenuemente iluminado por la luz verdosa del acuario. Abrió el armario y se enfundó el loden calzándose después. Tomó el ascensor y descendió al garaje.
El potente todo terreno rugía y avanzaba por la ciudad desierta que fue quedando atrás, hasta que sólo persistía, como último vestigio de ella, la contaminación lumínica que producía en un cielo limpio y cuajado de estrellas. En menos de una hora dejó la autovía para adentrarse en la gran ciudad. Dejó el coche aparcado en los aledaños de la estación de autobuses y tomó el correo nocturno que en una hora y media, aproximadamente, le llevaría de vuelta. Se bajó en la gasolinera de un pequeño pueblo a unos treinta quilómetros de su casa y tras andar unos novecientos metros cogió una vieja bicicleta, comprada a un gitano que vendía trastos antiguos y que, días antes, había escondido entre la maleza al borde de la carretera secundaria que siguió. Peladeó con fuerza hasta llegar al brocal del pozo que señalaba el acceso a la finca (“coto de caza”- “propiedad privada”- “prohibido el paso”)
Se adentró por el carril de tierra que serpenteaba hasta llegar a la sierra. En el antiguo vertedero que acumulaba los mas diversos objetos dejó la bicicleta disimulada junto a cocinas, estufas, somiers, colchones viejos, cabeceros de cama y toda clase de cachivaches de los que sus poseedores se habían ido desprendido cuando no les hacían falta. Ya estaba a unos cinco kilómetros del punto elegido y, a medida que se acercaba, aumentaba el ritmo de los pasos hasta que se vio corriendo en medio de la noche. El camino ascendía pronunciadamente hasta el puesto de la Peña del Aguilón y, aunque la noche estaba fresca, sudaba por todos los poros de su piel. Conocía el puesto desde el que había abatido, a la espera nocturna, más de una docena de jabalíes durante la última temporada. Era su paso habitual y sabía que esta noche los guarros también recorrerían el barranco en el camino hacia los dormideros entre las espesas atochadas de esparto.
Se despojó del loden, de las deportivas y los calcetines y encendió una fogata en la que quemó todo lo que llevaba puesto. El viento se encargaría de esparcir las cenizas de sus últimas pertenencias. Subió a la peña, totalmente desnudo, como vino al mundo y, aunque el helor de la noche le quemaba la punta de la nariz, las orejas y las yemas de los dedos, extrañamente, el resto de su cuerpo mantenía una agradable temperatura ajena a las circunstancias ambientales.
En esa situación, la luna llena quiso iluminar sus últimos instantes brillando en lo mas alto del cielo y haciéndole un guiño que él interpretó como un “ole tus cojones”. Derramó su vista por aquellos campos que tanto había transitado, aunque ahora se le presentaban con contornos más difusos pero perfectamente reconocibles. Los viejos almendros de la ladera que subía desde el barranco, como una muchedumbre inanimada, serían testigos de sus últimos momentos, y también, el mochuelo y el búho a los que había oído chillar, el zorro cuyos ojos como ascuas adivinó en la tenue claridad plateada del monte, el conejillo que no se sentía en peligro debajo de la retama, las matas de tomillo y romero que le dedicaban su olor, las albaidas en flor, la tierra mojada por el rocío de la noche a la que había decidido volver. Pero no iba a volver a ella de cualquier manera, no; los cochinos esa misma noche no dejarían ni rastro de su cuerpo (eso lo había comprobado cuando un perro muerto en el barranco que vio una tarde, a la mañana siguiente, había desaparecido como por arte de magia y allí estaban en la arena las huellas de los depedradores). Volvería a la tierra después de haber servido de alimento a otros seres vivos y abonando en forma de detritus orgánico las plantas que crecían en el cauce seco.
Se puso la película de su vida, se la puso él conscientemente; no quería que las imágenes de toda su existencia se le colaran subrepticiamente en la mente cuando empezara a ver la luz blanca del fin. Si tenían que venir que vinieran; pero él ya se habría adelantado voluntariamente a ese momento. Cuando la palabra fin se le hizo patente en la escarpada pared rocosa de enfrente, concluyó que había sido un hombre normal, ordinario, relevante solamente para los pocos que había querido en su vida e irrelevante, casi inexistente como individuo para los demás de su especie y para la naturaleza. No había matado a ningún semejante, no había causado, al menos conscientemente, la desgracia de nadie, había querido a los suyos y creía que lo habían querido; había nacido, crecido y reproducido casi sin poderlo evitar y sabía que tendría que morir (como decían los romanos, la muerte es un acontecimiento sujeto indefectiblemente a un plazo, que necesariamente ha de llegar aunque no se sepa cuando: certus an et incertus cuando). Pero él, casi en el único resquicio que deja la naturaleza a la libertad, iba a romper ese aforismo. El iba a morir aquí, en el puesto de la Peña del Aguilón, y ahora, a las cuatro de la mañana del veintiocho de febrero de 2007, día de la Comunidad Andaluza.
Una última reflexión se le vino a la cabeza: los suicidas suelen dejar una nota explicando sus razones y aliviando el trabajo de los investigadores; de su suicidio no se enteraría ni Dios.
Saltó haciendo el ángel como había visto a los saltadores de trampolín en la tele, y mientras surcaba el aire para ir a encontrarse con la tierra, un grito sobrecogedor inundó aquél paraje desértico:

SOY LIBRE….