lunes, 16 de junio de 2008

LA CARRERA

LA CARRERA



Iba con el tiempo justo y, aunque podía habérmela jugado e intentar llegar a mi destino sin repostar, se impuso la cordura que es mi compañera habitual, aunque algunas veces se me pierde en algún recodo del camino, y entonces soy capaz de realizar las acciones más heroicas o las más abyectas. En éstas estaba, y por fin, decidí llenar el depósito de mi coche antes de iniciar el viaje que hacía con frecuencia desde que la multinacional “ Granada´s Properties” me había nombrado secretario de su Consejo de Administración. Si no había atascos a la entrada de Granada, una de las Ciudades más bonitas del mundo, a las diez en punto estaría sentado en la mesa de la sala de reuniones, justo a la derecha del Presidente de la compañía.
Entré en la gasolinera, por inercia, con la cabeza puesta ya en la reunión y analizando los diversos puntos del orden del día que íbamos a tratar. Como un autómata paré el vehículo frente al surtidor de gasóleo, cogí la manguera sin ponerme el odioso guante de plástico que evita que te ensucies las manos pero que te provoca sensación de dentera y pérdida de sensibilidad, y comencé a llenar el tanque. Apoyé el codo en la parte del maletero más cercana a la boca del depósito, curvando el tronco hacia un lado y hacia delante, como si la articulación del brazo fuese capaz de sustentar el peso del tren superior de mi cuerpo, liberando las piernas de ese cometido. Estaba haciendo la operación con la atención suficiente como para controlar la entrada del carburante y evitar que se pudiera derramar al colmarse, pero mi mente repasaba argumentos, buscaba expresiones convincentes y adelantaba respuestas a las hipotéticas preguntas que los consejeros, a buen seguro, me harían.
El entorno de la estación de servicio, ya conocido, se me mostraba claro pero inerte; lo percibía como si fuera de juguete y las personas que deambulaban de un lado a otro como muñequitos de plástico que venían con el producto para que los niños pudieran moverlos a su antojo ( los coches, los empleados, los clientes..)
Levanté un momento la cabeza y, en medio de aquella visión fotográfica, estática, que mi mente había recreado, de pronto, saliéndose de sus contornos carcelarios, irrumpió ( sí, creo que es la palabra adecuada) en el lugar la vida misma.
Caminaba desde las casetas de lavado hacia un BMW negro aparcado justo unos metros delante del mío, una mujer de bandera, una mujer 10. Si estuviera conmigo mi amigo Luís, estoy seguro que esta vez sí que hubiéramos coincidido en la puntuación. Recordé los días de playa en Maspalomas, más jóvenes entonces, cuando nos lo pasábamos de puta madre, paseando los ocho quilómetros de arenal que separaban San Agustín del faro. Nos dedicábamos durante el paseo a “calificar”, como jurados de un concurso de belleza, las mujeres con las que nos cruzábamos o que permanecían tumbadas tomando el sol. En aquella playa tan internacional encontrábamos un muestrario completo de las distintas clases de belleza femenina: nórdicas, mediterráneas, árabes, negras y canarias de ascendencia guanche…. Estadísticamente habíamos llegado a la convicción de que las indígenas eran las más bellas.
Luís era mucho más benevolente que yo en las puntuaciones, pero estoy seguro de que, si estuviera aquí, ambos hubiéramos dado matricula de honor a aquella Venus blanca.
Era una mujer de mediana estatura (no como esas modelos anoréxicas de uno ochenta que salen en los telediarios), con esa clase de curvas que le transmiten al macho de la especie que esa hembra es apta para la reproducción y a los hombres, además, que pudiera ser una fuente inagotable de placer.
Su paso era firme, su balanceo evocador, su cara levantada y desafiante. Ella sabía lo que era y lo que representaba para los hombres. Ceñía (gracias “ñ”, tanto tiempo ninguneada, que en este contexto me permites evocar el ruido que producimos cuando queremos comernos un manjar delicioso), ceñía, digo, su cuerpo con unos pantalones o mayas o que sé yo, negros y elásticos, de esos que se ponen las mujeres cuando quieren ir desnudas por la calle. La blusa, negra también y brillante, era tan corta que dejaba ver su ombligo, el vientre (bendito el vientre de la mujer, incluso antes que su fruto, - perdón se me ha venido a la cabeza mi educación religiosa-) y el arranque de las curvas que alcanzan la máxima distancia entre sí en las caderas. Por arriba los botones desabotonados, no cumplían su función de tapar, sino que sugerían donde desembocaría aquél canalillo blanco- rosado y suave. ¿Cómo puede uno sentir la suavidad sólo viendo y no tocando? No os lo he dicho, era rubia, aunque me pareció que de bote; pero, en fin, el color del pelo no era lo más importante, aunque hacía de contrapunto a su vestimenta obscura.
Había comenzado a secar el coche con ese papel continuo que te dispensa una máquina y que lo mismo sirve para secarte las manos, recoger la vomitera del niño o el semen del padre ante la urgencia de echarle un polvo a su mujer en el coche aprovechando que los pequeños se han quedado con la abuela.
Es increíble lo que te puede sugerir ver a una mujer como ella, secando el coche. Con fuerza, con la misma que desprendía todo su ser, apretaba el papel secante en la superficie del coche describiendo con las manos movimientos en círculo que, no sé como, se trasladaban al trasero, casi en popa por la inclinación de su cuerpo hacia delante, componiendo una danza del vientre que no había visto ni en Egipto, ni en Túnez ni en ningún otro lugar. Los pechos pugnaban por salirse de la blusa (me parece, creo que lo consiguieron, o no), queriendo también realizar su aportación a aquel espectáculo.
No quiero entrar en más detalles. Lo cierto es que del depósito colmado se derramó el gasoil pringándome toda la mano. Corté el flujo entre imprecaciones y puse la manguera en su sitio sin dejar de mirar hasta que el claxon del siguiente de la cola me apremió. Fui a pagar y, al volver a mi coche, ella se disponía a entrar en el suyo, no sin antes dedicarme una sonrisa. ¿Se habría dado cuenta de lo que me había pasado? Seguro que si. Arrancó como alma que lleva el diablo, y sin saber porqué, yo hice lo propio. El torrente circulatorio se detuvo y mi coche quedó detrás del suyo. Hacía ella cómo que se miraba en el espejo retrovisor, pero yo sabía que me observaba. Yo fingía trastear la radio pero ella era consciente de que mis ojos perforaban su nuca.
Al entrar en la autovía aceleró de tal manera que casi la perdí. Apuré el acelerador y volví a colocarme justo detrás. Decidí pasarla y lo hice en un momento de indecisión por su parte, pero jugándome la vida con un camión que venía de frente.
¡ POOOO! ¡ Cabrón!
Desde luego para aquél pobre camionero era no sólo un cabrón, sino, además, un asesino. (Ya os dije que de vez en cuando se me esconde la cordura). Me relajé, pero al momento la tenía pegada al culo. Completamente picados repetimos los adelantamientos suicidas. Nuestros coches participaban en la carrera como corceles espoleados por sus jinetes que fueran conscientes de lo que se les exigía.
Desde el alto que habíamos coronado casi a la par, ya se divisaba Granada.



Estábamos los dos allí, en el lujoso vestíbulo del Hotel Santa Paula. Al ver su coche negro en la zona de parada del hotel a punto de ser conducido al garaje por el mozo vestido de librea, el corazón me dio un vuelco. Aparqué y le di las llaves a otro mozo para que retirara el mío.
¿Señor, no trae equipaje?
--No. Sólo tengo que coger el portafolios.
Tomé ese híbrido nuevo, algo mayor que el portafolios habitual, que te permite llevar, además de los documentos, el pijama, algo de ropa interior y los útiles de aseo. Subí apresuradamente la escalera de acceso y allí estaba ella, inclinada sobre el mostrador. (Dios, otra vez el trasero en semejante posición)
Cuando me acerque para que me atendiera otra recepcionista, volvió la cara hacia mí con una sonrisa entre picara y burlona.
¡Es usted, otra vez usted!
--Si.
Mi cara de imbécil debía ser de órdago a la grande. Ella tomó la iniciativa al instante tratando de salir del punto muerto en el que estábamos.
--Ha sido una experiencia muy divertida. Creo que se merece usted un premio.
Acercó sus labios a mi oído y su olor impregnó mi cerebro sin siquiera pasar por la pituitaria.
---Habitación 222.
Me quedé pasmado, inmóvil, mientras ella entraba en el ascensor con otros huéspedes. La recepcionista me sacó de mi letargo.
--¿Señor?
Cumplimenté los trámites y pensé en tomarme una copa pero finalmente decidí no esperar más.
Toqué suavemente y al momento San Pedro, transfigurado en Diosa, me invitó a entrar en el cielo.
Me aproximé a ella con decisión, pero se me alejaba hacia atrás parándome con las palmas de sus manos sobre mi pecho y sonriendo. Por fin, la abracé, la estrujé contra mí y le encontré su boca que ya buscaba la mía. Impulsada por sus manos la chaqueta cayó al suelo; con urgencia me iba desabotonando la camisa, y cuando yo hice ademán de quitarme la corbata me lo impidió apretándola en torno a mi cuello. Yo me apliqué a quitarle la blusa con tal nerviosismo que no conseguía quitarle un solo botón. Fue ella la que lo tuvo que hacer. Después desabrochó mi cinturón, bajó la cremallera y los pantalones se me cayeron a las pantorrillas. Tiré de sus mayas hacia abajo y con su ayuda logré desprenderlas. (no llevaba bragas la muy puta. No, si ya lo decía yo.) Mordisqueaba mis tetillas e iba descendiendo por el abdomen, el ombligo..La levanté desde el suelo donde se encontraba casi en cuclillas, y abrazándonos y besándonos, la encaminé hacia la mesa-escritorio de la habitación en la que la senté en un solo movimiento con una fuerza que creía no tener. En el recorrido estuve a punto de caerme un par de veces con la mierda de los pantalones que solo me permitían dar pasitos cortos de nazareno hasta que por fin me los quité. Ella enroscó sus piernas en mi cintura, pero, incluso de puntillas, mi verga no llegaba a su punto vital. Así es que la tomé de nuevo por debajo de los muslos y la llevé hasta la cama. Al intentar ponerme sobre ella, se apartó con un rápido movimiento y fue ella la que cabalgó sobre mí agarrada de mi corbata. Ya dentro de ella mis pulsaciones se dispararon, de mi garganta surgían gemidos profundos y roncos de felino, el ritmo acompasado de nuestros movimientos estaba a punto de producir su efecto final…..





La luz tenue de la habitación apenas permitía distinguir los objetos. María estaba preocupada por la extraña noche que su marido había pasado en el hospital después de haberle reducido tres fracturas y operado de urgencia para aliviarle la tensión craneal tras el accidente. Iba a llamar a la enfermera en el momento que observó que habría los ojos.
--Juan, cariño, que mala noche has pasado. ¿Qué es lo que te duele?
Le tenía la mano cogida intentando trasmitirle su afecto y darle ánimos.
--Me duele todo, cariño. Pero, siento algo extraño a la altura de la pelvis.
María, asustada, con un enérgico movimiento echó la sábana y la manta hacia un lado, en su afán de constatar aquella rara sensación de su marido.
--¡! Juan, te has corrido!!
-- Cariño, serán los efectos del despertar de la anestesia.

3 comentarios:

mia dijo...

Plas... plass... plasss... plasssss... mi más sincero aplauso Lava... he de reconocer, que de verdad me has sorprendido :)

lavabajillo dijo...

Mia: Gracias. Empezaremos por lo erótico y seguiremos con algo de mas enjundia

Anónimo dijo...

Lava ,aunque conozco tus dotes literarias,eres el mejor,un abrazo