domingo, 3 de agosto de 2008

LA LLAMADA

Os dejo un cuento de verano a los amigos para que os refresqueis.

LA LLAMADA




A través de la ventana abierta de mi dormitorio empezaba a entrar la primera claridad del día. La noche comenzaba a retirarse lentamente pero la luz de las farolas del paseo marítimo se imponía a lo que aún era un atisbo del alba.
Me levanté, me lavé procurando no hacer ruido, me preparé un café negro y espeso, y con el portátil me dirigí a la terraza del apartamento para contemplar la fotografía que cada día, desde que estaba de vacaciones, la naturaleza me ofrecía. Se me viene a la mente la palabra fotografía, porque la vista era siempre la misma: El mar oscuro, la isla enfrente, el cabo de Palos a la derecha con el destello intermitente de la luminaria del faro; a la izquierda, la entrada al puerto perfectamente señalizada en la noche y debajo, la playa desierta como un camino de arena gris que hiciera de frontera entre dos mundos. Pero esa fotografía presentaba matices distintos cada amanecer: el mar podía estar liso y refulgente como una bandeja de plata o encrespado, sinuoso y ruidoso, cuando el Levante apretaba; la isla podía representar el cuerpo de una sirena dormida tranquilamente o moviéndose agitadamente ante las acometidas blancas de las olas; el fondo de color también variaba dependiendo de que hubiera nubes o no, o la luna brillara con intensidad, trazando una senda de plata sobre el mar desde la lejanía hasta la misma playa.
Me senté y conecté el portátil, con intención de reescribir por enésima vez el capítulo veinte de mi segunda novela inacabada. Todos los textos de ficción que he escrito hasta ahora, necesariamente, deberían llevar esa palabra preñada de desesperanza en su título provisional, porque no he logrado terminar ni uno.
¿Por qué cojones me he empeñado en situar al protagonista de mi novela en Colombia, un país que no conozco nada más que por los periódicos y los telediarios? Bueno lo importante es el personaje, me digo; yo soy un escritor de personajes. Lo importante es penetrar su alma, ahondar en sus sentimientos, y bla, bla, bla; pero qué duro es llenar doscientos folios sin descripciones de paisajes, situaciones, relaciones o cualquier otro elemente circunstancial o periférico.
La claridad iba ganando la batalla y un resplandor empezaba a emerger del mar a la derecha de la isla. Estaba amaneciendo. Un disco rojo amarillento como la yema de un huevo frito se alzaba poco a poco sobre el horizonte abandonando su cuna y comenzando su diario camino. ¡Qué espectáculo!
Me centre de nuevo en mi tarea, pero nada. En una hora no llevaba mas de dos líneas y el indicador de la pantalla del ordenador, el muy cabrón, no dejaba de parpadear – venga hombre, escribe algo que me tienes de brazos cruzados-; cada vez que miraba con ahínco la pantalla, a la rayita vertical indicadora le nacían unos brazos y piernas de monigote y una cabeza redonda en la que veía claramente unos ojos pícaros, y una sonrisa burlona.
¡Pues no me está tomando el pelo el hijo de puta!
Cerré el ordenador y, acodado en la barandilla de la terraza, encendí el primer purito de la mañana. El mar estaba como un plato, y las olitas susurraban una melodía, arrulladora y monocorde. “Ven, ven, ven…”
Y fui. Cogí la toalla y el sombrero de paja y en dos minutos estaba en la playa.
Dejé las cosas en la arena y empecé a entrar en el mar. El agua estaba cristalina, tan clara que podía ver mis pies avanzando por la arena del fondo, fresca pero no fría. Me inundaba una sensación vivificante, allí, zambullido en donde está el origen de la vida. Mis pasos eran seguidos por un bando de peces plateados del tamaño de mi dedo meñique que, curiosos, rodeaban mis piernas. A veces se acercaban hasta tocarme la barriga y el pecho, como si supieran que no les iba a hacer ningún daño.
Era tan agradable la sensación que, sin pensarlo, me quité el bañador y comencé a nadar en dirección a la isla que semejaba un tronco de mujer, recostada sobre el mar sin brazos, ni piernas, ni cabeza. Perdí la noción del tiempo y del cansancio. Ni siquiera me apercibía de que mis miembros se adormecían y se me nublaba la vista. Una fuerza desconocida tiraba de mí hacia la negrura del fondo, y yo, semiinconsciente, me dejaba llevar sin resistirme. Oí las voces lejanas de mi madre, de mi mujer, de la hija que deseé y nunca tuve, de mi padre, de mis hijos, de mis amigos. Todos, a coro, entonando una especie de salmo, me llamaban desde un lugar que no podía identificar.
¡Ven, ven, ven!



Era tan agradable la sensación que, sin pensarlo, me quité el bañador y comencé a nadar. No sabía cuanto tiempo llevaba en el agua; empecé a sentir frío y de repente un flash racional y salvador iluminó mi mente, sacándome del aturdimiento en que aquella comunión feliz con la naturaleza me había instalado.
¡Tienes que volver!
Y volví, poco a poco, administrando mis escasas fuerzas, hasta que por fin pude hacer pié.
¡Joder, el bañador!
Ni siquiera recordaba que me lo había quitado, hasta que me di cuenta de que la playa estaba llena de sombrillas, bañistas, y paseantes. El pudor me atenazaba, pero la situación era la que era y tenía que tomar la única decisión posible: salir del agua en pelotas entre aquella marabunta. Inicié el recorrido hacia la meta (aquella toalla que todavía estaba allí). El agua dejaba ya a la intemperie mis atributos, empequeñecidos por el frío (quizá ni se vieran, pensé, pero lo relevante no era el tamaño, sino el hecho de no llevar el bañador) y estuve a punto de echar a correr. Sin embargo, opté por salir del agua con normalidad, como si no pasara nada. Pero si pasaba, ya lo creo.
¡Sin vergüenza, cabrón!
¡Voy a llamar a la policía!
Durante el paseíllo torero algunas señoras histéricas llegaron a tirarme lo que encontraban a mano (pelotas, palas, cubitos de plástico). Por suerte en la zona en que me encontraba no había ningún caballero con ganas de bronca. Un par de abuelos solo se atrevieron a increparme a mi paso.
¡Tápate cabrón!
Con la cabeza erguida y aguantando el chaparrón llegué hasta la toalla, me la puse en la cintura cubriéndome mis partes, me encasqueté el sombrero y me perdí entre la gente.



Nota: El lector puede quedarse con el final, trágico o cómico, que más le guste.

2 comentarios:

mia dijo...

Es lo que tiene Colombia... nos hace perder el sentido de la realidad, haciendo que sean las sensaciones las que mandan... ;)

Cuida por donde andas... ja ja ja ja ja ,. no sea que termines perdiendo algo realmente vital :p

Unknown dijo...

Muchas gracias por este cuento de verano; la verdad es que se agradece algo de frescor en la árida meseta de la vieja Castilla, y más en pleno estío.